Vaya vaya: pelis con playa

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Ha llegado el veranito, y con él la locura playera.

De repente en todas partes nos bombardean con imágenes del mar, de la arena, de los chiringuitos en los que la gente, a pesar de entregarse al bebercio a mansalva, luce abdómenes planos como tablas de surf.

El cine no ha sido ajeno a la fiebre playera, prueba de ello son insufribles bodrios como la clásica ochentera Cocktail o la reciente Adamsandlera Sígueme el rollo.

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Gente, estoy harta de la onda playera descerebrada, por lo que propongo recordar algunas películas en las que la playa, lejos de privarnos de nuestra inteligencia, busca que conectemos con aquello que nos hace seres humanos más sensibles, con más inquietudes que bajarse un mini de cerveza mientras gestamos un melanoma.

Según la filosofía occidental, el agua es la sustancia básica del universo. El origen de todo, de donde surge la vida. En la oriental, es uno de los cinco elementos esenciales, junto con la tierra, el fuego, la madera y el metal.

Ante la inmensidad del mar, no podemos estar impasibles. Nos engrandece su poder, su energía. Hace que nos elevemos y nos llena de fuerza. Al mismo tiempo, nos empequeñece, nos hace concientes de lo diminutos que somos en el universo, tanto como los granos de arena que pisamos.

Quizás por eso tantas películas terminan con el protagonista en la playa. La playa como meta, como objetivo cumplido, o como recordatorio de lo que no se pudo lograr.

No quiero mencionar algunas que seguramente muchos han visto, porque les arruinaría el final a los que no. Pero me atrevo a recordar Camino a la perdición, con Michael, el joven protagonista y narrador, frente al final de su camino interior, que dista mucho de ser el verdadero final de su viaje. Solo frente al mar en la playa solitaria.

Puede ser una promesa, como en The road (La carretera), en la que el padre constantemente habla de cómo cuando lleguen a la playa todo estará mejor. Algo en lo que su hijo pueda soñar, y para que sobreviva. Y la playa está ahí, al final de esa carretera quemada, esperándolo. Otro final con nuevo comienzo.

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La playa también es un lugar de reflexión, en donde los recuerdos vuelven a nosotros una y otra vez, como en Olvídate de mi (horrible traducción del hermoso título Eternal sunshine of the spotless mind). Junto al mar se conocen una y otra vez Clementine y Joel, los amantes que no se pueden olvidar, porque su amor es más fuerte que todo el daño que se han hecho. Más inolvidable que cualquier tratamiento que intente modificar sus recuerdos.

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También es un lugar donde se desmoronan, como enormes trozos de un glaciar, los edificios que han construido los arquitectos del sueño de Origen (Inception). Porque solo ese mar eterno puede dar cabida a la ciudad que construyeron para ellos solos.

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Solo, como un náufrago de su propia mente, en la orilla de ese mar, Cobb comienza y termina un viaje de años que solamente dura un sueño.

La playa es, muchas veces, un lugar de purificación, en el que ahogamos nuestro dolor, como Luisa en el mar mexicano de Y tu mamá también. Un lugar en el que podemos encontrar un consuelo, al menos un alivio, a un duelo que no puede terminar, como la familia de La habitación del hijo, esta vez en un mar italiano.

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Pero no solo es esperanza, el mar embravecido de un nuevo continente es también el que baña una playa desolada y fría, en la que Ada ve como su hija baila en la arena, a la vez que el mar salado pudre la madera de su piano, en, justamente El piano

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El mar violento y salvaje no se puede medir con la brutalidad de la guerra. La sangre tiñe y a la vez se diluye en el mar de la costa de Normandía, mientras los hombres de Salvar al soldado Ryan caen como moscas.

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El mar inconmensurable, la arena distante. La playa impasible, a la que le parecen insignificantes las pequeñas vidas de la gente que se acerca a ella. Como la playa junto a la que está la casa de Pauline, no la de Rohmer, sino la de Margot y la boda, que es testigo y marco de la neurosis de la familia, de la sonrisa de compasión que despiertan sus dramas burgueses.

Como decía un profesor que tuve hace años, ante el mar no somos nada, porque el mar es todo. Y digo ahora yo, ante el mar nos deberíamos quedar mudos y permitir que las olas callen nuestra cháchara.

Por eso, cuando veo esa gente que grita, esos que ponen la música a todo volumen intentando tapar el ruido del oleaje, esos que toman copazos de espaldas al mar.

Entonces, sonrío. Porque me divierte saber que hay algo que se están perdiendo, y no lo saben. No lo ven, aunque está frente a sus narices rojas de sol.

Inés González