Sabía desde hace tiempo que nuestra historia terminaría pronto, pero el principio del fin se precipitó mucho antes de lo que yo hubiera pensado. Eran las siete de la tarde del sábado, los días de abril estaban discurriendo tan cálidos, delicados y luminosos que invitaban a aprovecharlos hasta el ocaso. Yo permanecía estática, apoyada en la baranda del balcón, mirando fijamente al lago del horizonte. De fondo sonaba la trompeta de Miles Davis. El aire olía como a uvas. Fingí no escuchar su pregunta.
-¿Quieres salir a dar un paseo antes de cenar?
Llevaba semanas planteándole mis argumentos e intentándole hacer saber que tenía que estar sola para concentrarme, que la primera semana de Junio tenía que entregar al editor el primer borrador de mi novela y que necesitaba respirar la tranquilidad que siempre hallaba en nuestra casa de Pedraza. La realidad se convirtió en una excusa perfecta para huir de Madrid. Pero, como siempre que manifestaba mi deseo de estar sola, él se aferraba a aquellos sentimientos del pasado que el tiempo nos arrebató antes de lo previsto, antes del “para siempre” que un día nos juramos. Se extrañaba, me hacía mil preguntas, insistía en que el piso de Madrid era amplio, en que yo pasaba mucho tiempo a solas y que no entendía el porqué de mi empeño en estar “aislada” en Segovia, sola. El proceso se reproducía siempre de forma idéntica: la desazón de la rutina me asaltaba, yo manifestaba unos deseos que él no comprendía y discutíamos sin prestarnos atención hasta cansarnos. Dialogar era una imposible y callar ante su cerrazón se convertía en un ejercicio de autocontrol mastodóntico teniendo en cuenta mis ánimos más que fermentados.
-¿Quieres salir a dar un paseo antes de cenar?-repitió.
Ese viernes, a mediodía, me limité a pronunciar un tajante “No entiendes nada”. Preparé la maleta despacio y me despedí con un “Te llamo al llegar”. Cerré la puerta, entré en el ascensor y, ya en el garaje, y con una insana sensación de libertad, arranqué mi coche rumbo a Pedraza.
El sábado, azul y exultante, madrugó conmigo. Me di una ducha de agua hirviendo y fui desnuda a la cocina a prepararme una ensalada de frutas. De pronto, el motor de su coche rugió rompiendo el silencio con el había despertado. Una vez más había aparecido por sorpresa, entrometiéndose en mi quietud, sin respetar mis palabras, amputando mis deseos, como un absurdo activista intruso manifestándose en contra de mi bienestar, rompiendo mi calma a golpe de provocación. Entró en casa dejando caer un ligero “buenos días” al que respondí dándole la espalda, mientras caminaba hacia el cuarto de baño a por mi quimono. Ante sus ojos, no me sentía desnuda sino desprotegida. Me senté a desayunar. Él se sabía no aceptado. Me conocía bien y la especulación no cabía ya en un escenario corrompido por la tediosa costumbre y el respeto artificial. Pero aun así vino a pasar el fin de semana. Me lo dijo su bolsa de viaje. No sé qué hizo el resto del día, yo me encerré a escribir en el despacho, en la planta de arriba de la casa, pero estaba desconcentrada. Recurrí a mi escaso poder mental para aprovechar el resto del día apuntando a mano frases inconexas, palabras sueltas, reflexiones que me ayudaran a dar coherencia a un algo que no conformó nada.
Hacia las tres salió a comer, y yo aproveché para echar la siesta. Regresó pronto y me despertó, pero seguí recostada en el butacón del despacho, escarbando en mis fracasos y pensando en cómo mi marido se había convertido en un pariente lejano. Mi mal talante había cedido espacio a la decisión. Salí al balcón a fumar un pitillo.
-Te estoy preguntando si quieres salir a dar un paseo antes de cenar- insistió, prudente y tierno.
Entonces me di la vuelta y le dije que sí, que me esperara abajo. Fui a mi dormitorio, me recogí el pelo en un moño bajo improvisado, me maquillé ligeramente y me puse un vestido blanco largo de algodón y cogí un chal gris claro de punto fino para taparme los hombros. Até las cintas de mis sandalias de lino y cáñamo y me miré al espejo. Me sentí guapa.
Solíamos pasear siempre por el camino empedrado que iba a dar al lago. El paseo era bonito y tan rectilíneo que parecía una pasarela natural infinita, sin fin. Una fina brisa del sur nos envolvió y barnizó de sosiego y quietud el camino. En un momento asió mi mano y entrelazó sus dedos con los míos. Entonces, yo sentí alfileres y quise evitar los pinchazos, pero resistí el dolor con fortaleza. E imaginé una mano abierta, llena de canicas. Y vi cómo esa mano se cerraba y se levantaba para coger fuerza, y lanzaba las bolas de cristal contra el suelo, con rabia. Y oí cómo rebotaban en el suelo y entre sí, una contra otra, una y otra vez, estremeciendo la nada, haciendo un ruido ensordecedor, llenando de entropía la quietud y hundiendo en el desequilibrio la tranquilidad imperfecta y fingida que nos acompañaba. Y supe que aquel sería nuestro último paseo. Lo nuestro estaba roto en millones de pedazos con forma de canica.
Javier Ubieta