Soy Lo Peor – CAPITULO 6

soylopeorfoto6Todas tenéis una Elisa Tortorici en el trabajo. Sí, aunque no lo sepas tú también la tienes. Es esa que da la impresión de que acaba de llegar de la peluquería aunque sean las siete y media de la mañana. Esa que a las tres de la tarde sigue oliendo a lavanda. Es la única a la que todo el mundo sonríe, es la que habla con la limpiadora de la tercera planta como si se conocieran de toda la vida. Es esa que parece buena persona pero que no lo es. Porque tú y yo sabemos que no lo es. Si lo fuera, eso significaría que en la escala de virtudes, dones y bondades femeninas, tú y yo, querida amiga, somos lo peor. Gracias a Dios tengo la habilidad de calar a las Elisas Tortoricis del mundo. Nada más llegar a Nueva York, calé a Savannah y ya sabéis lo que fue de ella. Tuvo un despido poco digno, regresó a Otawa con sus padres mormones y acabó casada con un granjero que le doblaba en edad y teniendo cuatro criaturas lloronas y molestas. No os enfadéis por el spoiler, tampoco pensaba hablar mucho más de ella, no es relevante en esta historia. Como recordaréis, Henry, intentando hacerme la vida más fácil, no había hecho otra cosa que mover los hilos para traer a la Elisa Tortorici original, a la maldad en su forma primigenia. Él, como tantos otros, pensaba que Elisa era una buena chica que me ayudaría a llevar adelante el departamento. Yo sabía que sería una lucha de titanes, una pelea de gatas, que incluso podría ser un suicidio laboral y social aceptar entre mis filas al enemigo…Pero algo dentro de mí me decía que quizás, disfrutar de aquella venganza podría ser lo más delicioso que mis labios probaran en toda mi vida. Quería que Elisa Tortorici pagara no sólo por lo que ella me habia hecho, sino por lo que me habían hecho las que eran como ella durante toda mi vida.

-Henry, admiro tu buen ojo- le dije-. Elisa es la única persona que querría a mi lado en estos momentos. ¿Cuándo llega? Estoy deseando darle el recibimiento que se merece.

CAPÍTULO SEIS: EL MOMENTO MÁS BONITO DE MI VIDA

En San Valentín, los de tercero de BUP vendían rosas para recaudar dinero para el viaje de fin de curso. Yo otra cosa no, pero realista la que más, así que me resignaba a no recibir ninguna por parte de ningún chico.

-No te preocupes, Ofe- me decía mi madre-. Algún día los hombres caerán rendidos a tus pies.

Yo pensaba que mi madre exageraba, pero con el tiempo tuve que darle la razón. En Nueva York me había convertido en un imán sexual que atraía a todo macho heterosexual de entre 18 (digamos que tenía 18 el fan de Selena Gómez) y 55 años en un radio de dos kilómetros a la redonda. Pero por aquel entonces mi encanto aún no había eclosionado. Como cada año, veía que todas las chicas guapas recibían rosas acompañadas de cartas de amor, algunas anónimas y otras firmadas por algunos de esos chicos cuyos simples nombres me hacían temblar las piernas. A mis dieciséis años, soñaba con Brad Pitt, vestido como en «Leyendas de Pasión» entrando a secretaría y preguntando  por mí. Después entraba en el aula en el que yo me encontraba, nos fundíamos en un apasionado beso y me sacaba en brazos de aquel lugar. Yo era una niña de fantasías románticas mientras otras ya tomaban la píldora para evitar embarazos no deseados. Pero durante un momento, durante aquel San Valentín, la realidad superó la ficción. Encima de mi pupitre, descansaba una rosa con una nota. «PARA OFELIA» decía por una carilla. Y por la otra: «NOS VEMOS A LAS TRES Y CUARTO EN LA PUERTA DEL GIMNASIO». Los ojos se me encharcaron en lágrimas. ¡Un admirador! ¡Tenía un admirador! Seguro que era algún friki de primero, con la cara llena de granos, o gordo, o demasiado alto, o demasiado feo, pero al fin y al cabo…¡Era una rosa! ¡Un admirador! ¡Un CHICO que había pensado en mí como objeto del deseo! Cuando el timbre de salida sonó a las tres, el corazón me dio varios vuelcos seguidos por no ser capaz de albergar tanta felicidad.

-Ofelia- me dijo Henry en su despacho-. He de darte la enhorabuena. Nunca imaginé que te tomaras tan en serio la incorporación de Elisa, es realmente impresionante ver cómo te has encargado de todo, de configurar sus claves de acceso, de darla de alta en los sistemas, de que le hagan la tarjeta del comedor…¡Vamos, no has dejado nada pendiente! Enhorabuena, en serio.

-Es mi función como responsable del departamento. Además, Martin me ha ayudado mucho. No sabría que hacer sin él.

Cierto era, que comenzando a trabajar en serio me había ganado el respeto de unos cuantos incrédulos. Mona y Trinity, las supervivientes del Trío Maravillas se habían convertido en dos pilares importantes, es decir, en las que hacían todo lo que yo ordenaba, muertas del miedo ante la posibilidad de acabar de patitas en la calle como su antigua líder. Ya no me cantaban «La Macarena», sino que me decían «Good morning, Ofelia» y me sonreían y me traían café y bollitos sin venir a cuento. Martin seguía siendo el intérprete ideal, educado y profesional de día pero una bestia sexual de noche y el interior de los ascensores. A él lo veía los martes, los jueves y los sábados. El resto de la semana, veía a otros. En ocasiones, hombres altos, velludos y dotados que ponían a prueba mi flexibilidad, en otras, exóticos asiáticos que se movían por mi cuerpo lentamente, como nenúfares sobre el agua, como el aroma del curry en los mercados de abastos. Hubo un árabe que me juró amor eterno tras el primer polvo y al que dejé debido a incompatibilidad religiosa-cultural después del tercero. Mi agenda de cuero negro se iba llenando de más y más nombres, tras los que anotaba números de teléfono y asteriscos a modo de puntuación. El hombrecillo casado cuya timidez le impidió empalmarse, un asterisco. El negrazo que hizo que perdiera un kilo y ochocientos gramos de tanto sudar, cuatro asteriscos. Los demás iban oscilando entre el uno y el otro, dependiendo del tamaño, el morbo del momento y sobre todo, del placer obtenido tras el encuentro. Pensaréis que me había vuelto loca. No, amigas. Loca hubiera estado si no hubiera aprovechado la oportunidad, si no hubiera vivido una etapa tan necesaria en mi vida tras tantos años de represión, de constante insatisfacción, de recóndito tormento.

El gimnasio era un edificio cuadrado, de cemento gris que daba la apariencia de estar a medio terminar. Tenía una puerta verde de metal, corroída por la herrumbre, que se podía abrir fácilmente dando un tirón un poco más fuerte de lo normal; nunca se cerraba con llave puesto que no había material de valor que robar allí dentro. No os imaginéis un gimnasio con balones medicinales, potros, aros y cintas multicolores. Era simplemente la excusa para que corriéramos en círculo durante los días de lluvia. Aquella tarde era especialmente tranquila y silenciosa, todo el mundo se había ido ya, menos yo, que esperaba con el corazón en llamas a mi anónimo amante. Nunca me había quedado en el instituto hasta después de las clases, era como ser la única superviviente del fin del mundo, tanto silencio, tanta paz donde poco antes tan sólo había habido gritos, caos, vorágine. Escuché unos pasos acercándose a mí. Respiré hondo y sonreí. Quizás iba a ser cierto, que la adolescencia es la etapa más bonita de la vida y el primer amor, inolvidable.

-Cariño, ¿cómo estás? No estarás metiendo mucho la pata, ¿no?

-Que no, mamá, que va todo bien.

Al final, le había contado a mi madre lo del ascenso, omitiendo algunos detalles, claro está, como que había sido gracias a un chantaje al que sometía a su novio. La versión oficial era que Henry, tratando de motivarme había decidido darme más responsabilidad. Mi madre, claro está, que me conocía de sobra, no se fiaba de mí ni un pelo y me preguntaba a diario si había hundido ya la empresa. Sorprendentemente, no me hacía falta mentirle para decirle que todo iba sobre ruedas.

-¿Y Henry? ¿En serio que se está portando bien? ¿No estará tonteando con alguna jovencita, no?

Tampoco tenía que mentir sobre aquello. Henry y yo teníamos un pacto. Mientras tratara bien a mi madre y no tonteara con jovencitas, podía ligar con todos los hombres que quisiera. Eso sí, desde el incidente en el hotel, parecía que se le habían quitado las ganas de experimentar con su sexualidad. Iba del trabajo al hotel y del hotel al trabajo, cenaba y se acostaba pronto e incluso estaba recuperando cierta naturalidad en el tono de su piel.

-Henry es un encanto, mamá. Me alegro mucho de que estéis juntos. Y estoy deseando que vengas pronto a vernos, te echa mucho de menos.

-En cuanto me pille un vuelo baratito, me tenéis ahí.

Algo hizo que de repente, la echara de menos como nunca había echado de menos a nadie. Necesité un abrazo, un beso y la calidez de su perfume. Quizás no había sido consciente hasta entonces de lo mucho que siempre la había necesitado. Volví a acordarme de aquel día de San Valentín, de cómo llegué con las rodillas ensangrentadas a casa, con el labio roto, las gafas en pedazos y los muslos impregnados de semen.

-¿Ofelia?- dijo la chica. Era una Elisa Tortorici. La Elisa Tortorici de COU A- Te llamas Ofelia, ¿verdad?

Iba acompañada de un chico un poco más mayor que ella, no me sonaba que fuera del instituto. Llevaba barba de tres días y una cazadora de motero. Tras media sonrisa, dejaba entrever unos dientes amarillos y puntiagudos.

-Este es mi amigo Yoni. Le gustas mucho.

La Elisa de COU A me agarró del brazo y Yoni se me acercó y comenzó a tocarme mis, por aquel entonces, tímidos y pequeños pechos. Pechos que apenas habían salido a la luz, que se encogían horrorizados, que algunas noches aún me palpitan bajo la piel, bajo la falsa piel de esos otros pechos que compré con el dinero que me tocó en la lotería.

-No seas puta, seguro que te gusta- susurró ella. Yo, paralizada por el terror, intenté deshacerme de aquel chico, más alto y más fuerte que yo, con el peor aliento que jamás olí, con el pelo más grasiento, los ojos más crueles, las uñas más afiladas. Y arrastrada hacia el interior del oscuro gimnasio con apariencia de haberse quedado a medio construir, perdí el momento más bonito de mi vida.

-¿Mamá? ¿Estás ahí?- pregunté.

-Sí, dime, es que se me va la cobertura, cariño.

-Te quiero.

Oficialmente, mi primera vez fue con Arturo porque aquello no había sido una primera vez, había sido un robo, una pesadilla, un agujero negro, un recuerdo que me sobreviene a medianoche y me provoca un cúmulo de sensaciones tan contradictorias como son el odio y el enfado y la tristeza y el quererme morir y que a la mañana siguiente, la mejor manera de sobrevivir sea pasar desapercibida entre las personas normales, entre las que no perdieron sus sueños entre las piernas de una bestia, mientras la Elisa Tortorici de COU A lo jaleaba y le acariciaba el culo.

Cuando llegué a casa, no encontré a mi madre, la casa parecía estar vacía y rompí a llorar. De entre las penumbras del salón, apareció el fantasma de mi padre, arrastrando los pies como de costumbre, intentando sostenerse contra la pared y encontrar un motivo para no acabar con su vida una vez que hubiese acabado a golpes con nosotras. Caí de rodillas en el suelo, había pasado mucho de aquello pero la sangre en mi labio, el dolor en mi entrepierna, la humillación, la decepción, la gélida casa a la hora de la sobremesa, lo había resucitado. Había resucitado al maldito cabrón.

-Elisa llega mañana, quiero que esté todo listo, Martin. Nunca, nunca ha de saber que nosotros estamos detrás de esto, ¿entendido?

Al otro lado de la línea, Martin me confirmó todos los detalles del plan.

-Perfecto. Tú me quieres, ¿verdad, Martin? Nunca me delatarías, ¿verdad?

-Te quiero, Miss Ofelia. Y haría lo que fuera por ti.

-Eso espero. Esa mujer me ha hecho mucho daño. Ha de pagarlo. Ha de pagarlo todo.

Aquella noche no pude dormir, así que di una vuelta por los bares, tomé unos Gin Tonics, paseé mis pechos, los de mentira, entre los ojos ávidos de carne de tantos y tantos hombres, y acabé en la cama de algún desconocido, intentando calmar los nervios por la inminente llegada de mi enemiga, quizás ignorando que en aquel momento de mi vida, la mayor de mis enemigas era yo misma. Una pequeña inquietud me arañaba por dentro, como un ligero desgarro en el estómago. ¿Era cierto que el Antisecreto me daría toda la suerte del mundo si hacía daño a los demás? Miré al hombre que roncaba a mi lado. Encendí un cigarrillo y me vestí mientras no paraba de darle vueltas a la cabeza. Porque aquello no iba a ser una broma, un quitarle el novio a Savannah, un chantajear a Henry, un acostarme con un adolescente. Iba a cruzar un límite importante, a darle un motivo al mundo para que me llamaran mala persona, loca, demente, para aparecer en los periódicos si es que por un casual descubrían que yo había sido el cerebro de la operación. Me quedé dormida en el taxi de regreso a mi hotel y tuve un sueño. Elisa Tortorici esperaba a la puerta del gimnasio, esperaba sonriente con una rosa en una mano y una carta de amor en la otra. Entonces llegaba yo, acompañada de Martin. Teniamos un plan para romperle las piernas, para comenzar a arruinarle la vida, para arruinarle la vida a todas las Elisas del mundo. Martin sonreía mostrando dientes amarillos y afilados. Yo reía mientras le tocaba el culo. Elisa nos miraba asustada a medida que nos acercábamos a ella.

-Te llamas Elisa, ¿verdad?

Desperté cuando el taxi dio un frenazo ante un semáforo en rojo. Casi sin aliento, volví a llamar a Martin.

-Martin, por el amor de dios. No lo hagas. Llama a ese ruso o a ese rumano o a quien demonios hayas contratado y dile que hemos abortado la misión. Esto es una locura, Martin.

Y dicho esto, me eché a llorar. Aquella noche Martin vino a mi hotel y no fue una bestia, fue muy dulce, se quedó a mi lado acariciándome el pelo hasta que me quedé dormida a su lado, acurrucada, bañada por los primeros rayos de sol y por la luz de su mirada.

-Puede que Elisa no sea tan mala- dije en sueños. Martin, como respuesta, me apretó la mano.

Se puede decir, queridas amigas, que soy así de imprevisible. Soy rara, soy borde, soy una máquina sexual pero también tengo mi corazoncito y sé decir que no al Antisecreto cuando la ocasión requiere pensar un poquito menos en una misma y un poquito más en las piernas de los demás. Era obvio que Elisa Tortorici me iba a hacer la vida imposible en Nueva York, al fin y al cabo era una hija de puta, pero yo no me iba a poner a su altura. Quizás había llegado el momento de demostrarle que puedo ser buena persona, buena jefa y una buena compañera en esta gran ciudad que si te descuidas, te come. Es lo que tienen las grandes ciudades, en ocasiones te succionan las ganas de vivir el presente, te hacen revivir el pasado o lo que es peor, meterte en una vertiginosa hacia adelante, como si a base de alcohol, sexo y pisar a los demás fueras a escapar de tu propia locura. Todos tenemos un pasado del que huir, un padre violento, una madre ausente, quizás unos compañeros de colegio que te acosan, o un mote humillante. Quizás te marginaban por ser la fea, o la alta, o la guapa, o la baja, o la inteligente, o la torpe, o la marimacho. Quizás nunca tuviste esa mano a la que aferrarte, pero llegada la hora, por qué no ser tú la que ofrezca esa mano.

-Bienvenida a Nueva York- le dije a Elisa en cuanto cruzó la puerta de llegada. Elisa pareció sorprendida al verme ante ella, segura, sonriente, sin miedo en los ojos, sin rencor, dándole la mano. Y debido a que ella también huía del pasado que todos tenemos, debido a que había encontrado una oportunidad para ser una nueva Elisa y que tras tantos días de incertidumbre había encontrado una cara amiga al otro lado del charco, me abrazó, me abrazó y rompió a llorar sobre mi hombro. Intentó articular mi nombre entre sollozos, pero no hacía falta que me explicara más. Acaricié su pelo, sedoso y brillante como todo ella, hasta que pareció más calmada.

-No hace falta que digas, nada. Ha sido un largo viaje.

-Sí…

-Y las películas que ponen en el avión no ayudan mucho. A mí me pusieron «Crepúsculo», ¿sabes? Esa del vampiro gay que brilla como si fuera una Barbie.

Elisa sonrió. Martin se acercó y se presentó, ofreciéndose a llevarle el equipaje.

-Es mi intérprete, no entiendo ni papa de inglés y estudiar no es lo mío. Ah, también me acuesto con él, como intentes ponerle una mano encima, te rajo y le echo de comer tus tripas a mis perros.

-Dios mío, Ofelia, perdóname, yo…

Estallé en carcajadas.

-Estoy de coña, mujer. Venga, vamos, que ya sólo nos faltan dos para montar una pandillita a lo «Sexo en Nueva York». Me pido ser Carrie.

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