La musa desgraciada, Rita Hayworth

Hubo una princesa en Hollywood antes de que Grace Kelly dejara la MGM para ser la serenisima alteza de un país más pequeño que los estudios en los que reinó a mediados de los 50. Esta mujer también protagonizó el hoy trillado y prototípico tándem de la bella y el cerebro muchos años antes de que lo huciera Marilyn Monroe con Arthur Miller.

Esa mujer fue Rita Hayworth, cuyos consortes más famosos, el príncipe Alí Khan y el genio Orson Welles, no consiguieron eclipsar su esencia y su propio mito, creado a golpe de maravillosa cabellera teñida de pelirrojo, una bofetada de su eterno amigo Glenn Ford, y los miles de pósters que adornaron las improvisados refugios de marines y soldados que se evadían de desembarcos, barro y cadáveres viéndola a ella vestida en salto de cama.

Rita dedicó toda su vida a entretener a los demás pero los que de verdad tuvieron papeles protagonistas en su vida dejaron mucho que desear e, indirectamente, contribuyeron a dibujar a otra Rita que al final ya no era capaz de mantener la magia ni para el público. Mi interés más sincero por la Hayworth surgió después de verla bailar como los ángeles junto a Fred Astaire en «Bailando nace el amor» y tras leer una anécdota contada por Welles que me estremeció. Contaba el director de «Sed de mal», una de esas películas que ya ni recuerdo cuantas veces he devorado, que una vez le dijeron que Rita contaba que su época más feliz había sido la de su matrimonio con él. Orson, impresionado y entristecido aseguró que solo pudo acertar a susurrar :»no me quiero imaginar entonces como habrá sido el resto de su vida».

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Margarita Carmen Cansino, con Hayworth de adopción por la madre, Volga, corista y casi tan guapa como la hija, fue una mujer extremadamente infeliz y con mucha mala suerte. Era de las que daban sexo para conseguir amor y al final ni eso conseguía. Desde su padre, que abusó de ella no solo en lo laboral, hasta sus últimos maridos, que directamente la chuleaban y torturaban psicológicamente, Rita se pasó toda su vida adulta, e incluso la tardía adolescencia, preguntándose a qué tenía derecho, si es que realmente tenía derecho a algo.

De obedecer al padre sin rechistar pasó a ser la esclava de un primer marido que traficaba con sus contratos como si en vez de una mujer artista tuviese una lonja de pescado. Luego pasó a las manos implacables y tiranas de los jefazos de los estudios que la sometieron a electrólisis, que dolía como el infierno por entonces, para atrasar la linea del crecimiento del pelo y a insoportables dietas, además de medir cada paso que daba.

Sin amor ni nadie que se dirigiese a ella sin un interés oculto o meramente sexual, Rita se centró en hacer lo que hacía como nadie: iluminar la pantalla. Cada vez que le hacían un primer plano era como si echaran fuegos artificiales y cada vez que hacía un giro de baile o contoneaba las piernas te daba le impresión de que nada malo puede pasar en esta vida. Como canta Madonna en Vogue, «Rita Hayworth gave good face». Y tanto. Cuando Rita te sonreía desde el Cinemascope el escalofrío llegaba a la amplitud de electroshock. Habia sido el dólar mejor empleado de tu salario mensual.

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Los años 40 fueron de Rita, de Bacall y de Betty Grable como los 30 lo habian sido de Ginger Rogers, Garbo y Jean Harlow. Nombro a Ginger porque después de ella nadie voló con Fred Astaire bajo el brazo como lo hizo Rita. Los nombres de sus peliculas más famosas son rotundos e inolvidables y sugieren pasión y carne, algo que siempre nos viene irremediablemente a la cabeza al recordarla en pantalla, al pensar en ella.Podía ser muy dulce, si, pero como pecadora, adúltera y sacándose un guante negro era mucho mejor. Salomé, esa gran fantasía en technicolor; Gilda, la losa que nunca se quitó de encima o La Dama de Shangaii, el regalo algo envenenado de un Welles que ya la había decepcionado. Sangre y Arena, así podía haberse titulado una biografía suya, como su película con Tyrone Power.

A los cuarenta años empezó a notar como le costaba memorizar tres lineas de diálogo seguidas, algo que al principio relacionó con una época en la que alcohol empezaba a maquillar el fracaso en el que se había convertido su vida personal. Tenía dos hijas, Rebecca, idéntica al rollizo Orson y Yasmine, lo único que se llevó de Khan y su supuesto mundo de las mil y una noches. El gran imán, por cierto, acabó muriendo como cualquier hijo de vecino, estrellándose con su coche. Las hijas le daban algo de alegría; quizás también el hecho de que se siguieran acordando de ella en grandes títulos, aunque fuera haciendo de madurita al lado de la angelical Kim Novak en «Pal Joey». Aún así, como actriz ya había echado el freno: se dió cuenta que su mito,el susurro de su «Amado mio love me forever» y el coloso que fue su categoría de sex symbol en los 40, brillaban como luces de neón sobre su cara cada vez que el público la observaba en pantalla. Nadie quería una interpretación. Su vida al llegar a casa era el vacío. Su cuarto matrimonio, con el crooner segundón Dick Haymes, acabó antes de cumplir su segundo aniversario. Los hombres eran todos una decepción y dejaban en ella un resentimiento amargo hacia cualquier tipo de recuerdo sentimental. Los olvidos y los cambios bruscos de ánimo eran frecuentes. Esa bestia negra que es el Alzheimer ya hincaba el diente.

Se retiró a principios de los 70, a los 50 años. El Alzheimer, todavía no reconocido como tal para la gente de a pie, la había hecho envejecer diez años más de los que le correspondían y apenas podía coger un taxi sin ayuda. En los 80 ya estaba devorada por el monstruo. Glenn Ford, uno de sus pocos amigos de la industria, que según parece siempre la amó en secreto y mantuvo hasta su muerte una foto de Rita junto a una rosa en su habitación, la visitó alguna vez pero era demasiado doloroso. También Orson, que quedó impactado al ver como una lágrima caía por la mejilla de aquel ser que ya no reconocía y que tampoco lo reconocía a el, al recibir un beso suyo. Parecía recordar al menos esa etapa que ella acariciaba como la mejor de su vida. Con ausencias e infidelidades de por medio. Con que poco se había conformado Rita. Al final, la muerte fue un abrazo, como decía Virginia Woolf.

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A Luna Maneiro puedes encontrarla en
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