Musas invisibles

M puso, como cada mañana, cuatro tarteras en el fuego. Sólo una de ellas tenía comida, apenas unas patatas siempre demasiado escasas con algo de carne que había sobrado del día anterior y unas zanahorias que su vecina le trajo de su pueblo o de lo que quedaba de él. No eran buenos tiempos para las soñadoras.

Ella no lo había pedido, no había hecho nada para que aquello pasara pero así estaban las cosas. Encima no podía quejarse. No sólo porque hubiera comida en la mesa aunque fuera escasa sino porque M no era de las que se quejan. Cazuelas vacías para engañar aquellos tiempos grises, abrigos mil veces esmeradamente remendados y zapatos que conocieron tiempos mejores pero brillaban como  el día que salió de aquella zapatería en Uría. Ya no existía. El último bombardeo había acabado con ella, como con tantas cosas. Sin embargo, M seguía intentando burlar la realidad. Seguía empeñada en hacerla mejor para ella y los suyos, con una actitud que para muchos era soberbia, ganas de aparentar o negación tozuda. Para M era pura supervivencia.

Cuando su madre puso el vestido recién planchado sobre la cama, R supo con certeza que no se lo pondría. Podría ser pequeña pero no tonta. Que otras se vistieran de princesitas. Si querían perderse entre enaguas, lazos, nidos y guipur no era asunto suyo. Por su parte, todo estaba bien. Sólo que ella no se lo pondría. No alcanzaba a calcular las consecuencias de aquello, la ira de su madre, los intentos de convencerla, las risas de los demás niños o el gesto de las otras madres. Ni conseguía verlo ni lo quería ver. Guardó con cuidado el vestido en el armario, junto a otros que tampoco verían nunca la luz del sol y sacó el uniforme de su equipo de fútbol favorito. Se lo puso y bajó a desayunar. Hora y media después de intentos de hacer que la niña cambiara de opinión por todos los medios posibles, R subía los peldaños del escenario del salón de actos de su colegio. Cuando recogió su graduación, ningun vestido de gasa hubiera hecho que estuviera más guapa…

Hoy tampoco cenaría. C recogió la bandeja y se fue a la cocina donde le esperaban los tres gatos de nombre absurdo. Los miró como cada noche y sacó sus tres cuencos absurdamente caros y volcó el contenido de la bandeja en ellos. Ventresca de bonito. Los gatos la devoraron casi en un minuto. C miró a su alrededor y vio que todo estaba en orden. No quería que nada se le pasara por alto para evitar llamadas telefónicas intempestivas. Pensó en sus dos hijos que la esperaban en casa y esperó que se hubieran ocupado de hacerle la cena. Pensó en todo lo que tenía que hacer mañana y pasado mañana. Pensó en su agenda atestada desde que se levantaba. Algunas tan dispares como pasarse por el juzgado para recoger unos papeles, pedirle cita con el neurólogo o  visitar por enésima vez Prada para, por enésima vez, llevar a arreglar un vestido que a su juicio y al de las dependientas que ya eran como de su familia, no necesitaba ningún arreglo. Dejó a los gatos cenando y se dispuso a salir. Cerca de la puerta se giró y la vió sentada frente al televisor, tan sola como siempre, pensando quizá en cambiar los baños una vez más o en agrandar el vestidor de verano… otra vez.

Cuando se habla de las musas, seguramente a nadie se le ocurra pensar en ellas. Una mujer que engaña al hambre y la escasez en los años 40, una niña que se niega a ser una princesita el día de su graduación o una chica sobradamente preparada que trabaja para una mujer que está tan sola que sólo tiene dinero y lo hace con sentido del humor y dignidad, saliendo airosa allí donde cualquier otro habría fracasado.

 Sin embargo, para mí son todas muy musas. En esta categoría, cabrían también hombres por supuesto. Ser musa va mucho más allá del género. Cualquiera que reinvente su vida, la vea y la viva con otros ojos, cualquiera que no se deje vencer por aquello que le viene dado es una musa en sí misma porque con su forma de enfrentar la vida, se convierte en una inspiración para los demás.

Seguramente, nunca detendrán el tiempo en la Fontana di Trevi mientas Mastroianni apenas se atreve a tocarlas ni comerán un croissant vestidas de Givenchy frente al escaparate de Tiffanys. Seguramente, nunca serán merchandising para malenis ni se convertirán en estampado de camisetas. No se quitarán los pantalones de un smoking de Saint Laurent a la puerta de un restaurante neoyorquino ni cambiarán su capazo de playa por un bolso carísimo que lleve su nombre. Da igual, porque inspirarán cada día a mujeres y hombres reales,porque cuando la vida se te pone en contra, hace falta algo más que un croissant y unas gafas de sol para ganarle la partida.

Son las musas invisibles. Son invisibles porque estamos tan absortos por las otras y su luz cegadora que no las vemos.
Pero sólo hace falta un pequeño esfuerzo para verlas, sólo hace falta querer verlas.
A las tres que inspiraron este artículo, mi gratitud y mi cariño.

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Alterego era el autor del blog «Las ventajas de olvidar», desaparecido por decisión propia del autor.