Carrie, Don y otros DVDs del monton

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El fetiche es el objeto venerado. Que no venerable, o no necesariamente. De hecho, muchos fetiches lo son más cuanto menos deberían serlo. Bucead en vuestras fantasías sexuales más sucias y sabréis de qué hablo. Pero como si no lo supiéseis ya, claro. Objetos hechos para ser venerados y personas convertidas en objetos para ser venerados.

O, mucho mejor aún, personajes. Personas inventadas, ficticias, creadas a varias manos. Criaturas sintéticas manufacturadas por un ejército de guionistas, directores, actores, montadores y maquilladores capaces de convertir la piel de un sapo en el cutis de una supermodelo bielorrusa adolescente. O a un gañán como Jon Hamm en esa fantasia sexual tan obvia como tóxica que es el Don Draper de Mad Men. Draper y su serie son los dos grandes fetiches televisivos de los últimos años. La serie hasta físicamente, con sus packs de DVDs convertidos en elemento decorativo prioritario en cualquier salón de Malasaña o el Born. Hay quien no ha visto la serie jamás, pero sí se preocupa por que el objeto-DVD del salón esté desenvuelto y con apariencia de usado. De visto mil veces. Vivido, como los vaqueros que se compran ya hechos trizas. Es lo del continente y el contenido, pero en versión Habitat, Ikea, G-Star y FNAC.

Volvamos a Don Draper. Que yo sí he visto la serie y sé de qué hablo.

Conocido por cosificar a las mujeres y resulta que la cosa es él. Cosica. Un catálogo de atractivas no-virtudes envuelto en trajes perfectos. Estilo americano e hipermasculino, sin la arriesgada deriva señorial (de señora) de la sastrería inglesa (demasiados detalles, demasiadas normas de etiqueta) ni el amaneramiento del rollo italiano. Porque si no se liasen a tiros a la mínima, los de Vito Corleone podrían pasar por mariconas mayores en busca de chicos desvalidos (ustedes me entienden). Y Don no, Don es otra… cosa.

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Es curioso que viva en Mad Men, la serie que llegó a ser acusada (yo lo hice, mea culpa) de someterse cobardemente a la pura escenografía, el estilo vacío y la voluta de humo bonita, pero que terminó convertida en el tratado de las pasiones humanas (siempre quise escribir esto, entendedlo) más perfecto de los comienzos del siglo XXI. Ahora es las dos cosas: obra importante y fetiche absurdo, relato enorme y album de estampitas cucas, ensayos sesudos sobre “la influencia cultural de Mad Men en la pubertad de los niños neozelandeses” en La Central y “consigue el estilo de Don Draper por menos de 100 euros” en el suplemento dominical de turno. El medio es el mensaje, el traje es el personaje y la caja de DVDs de la estantería podría estar vacía y no pasaría nada.

Y ahora pasemos a Carrie. A la Bradshaw. A la de Sexo en Nueva York. Para que no me llaméis machista. O para que sí.

¿Quién ha dicho lo de “ah, la puta esa”? ¡¿QUIÉN?!

Que no, que Carrie no es puta. Es periodista. De hecho escribe una columna semanal para un periódico neoyorquino, que es algo de lo más prestigioso. Así le da para vivir sola y desahogadamente, aunque en Nueva York ambas cosas son sinónimo. Y sinónimo de puta, frecuentemente. Pero ella no. Carrie es simplemente ciencia ficción. No es, como Don, un pasado que nunca vivimos, sino un futuro que jamás viviremos. A ella no tuvimos que fetichizarla, ya venía de fábrica lista para el consumo fetichista. Su público potencial, mujeres, adolescentes, gays y enamorados de la Gran Manzana. Y si perteneces a más de uno de estos grupos, bingo. Aquí tienes tu Carrie, con sus vestiditos y sus bolsitos para que le pongas los que quieras y juegues con tus amiguitas. Poniendo vocecitas.

sexo en nueva york ed especialLos DVDs de Sexo en Nueva York no son como los de Mad Men. No decoran. Y la serie no es un orgullo, sino una vergüenza. Un insulto, incluso. Recuerdo una carta de una lectora indignada a un periódico estadounidense. “Cuando termino de trabajar, yo no tengo ni tiempo ni de preocuparme sobre si tengo el coño limpio o no”, venía a decir la que se autodenominaba como “lo más parecido que puede haber a una Carrie Bradshaw REAL”. Treinteañera, soltera, bien pagada, “bastante más guapa que ella” (esta frase me marcó, habia tanto odio en ella, tanta frustración, tanta envidia) y, sin embargo, opuesta a lo que representaba el personaje de Sarah Jessica Parker. Aquella lectora era la primera en creer que aquello (el apartamento, los zapatos, las quedadas con las amigas para hablar de pollas) sólo se sostenía si Carrie era puta. O un tío. Aquella lectora, en el fondo, no había entendido NADA.

El “feminismo fetiche” de Carrie Bradhsaw y Sexo en Nueva York es eso, un fetiche. Por su condición de objeto y porque está hecho de objetos. Es una pura reivindicación material. El mensaje, inocentemente siniestro: “una mujer es más libre cuanto más puede decidir sobre sus zapatos, sus bolsos y sus pollas”. La única manera de adorar eso es tratarlo como si fuese un objeto en sí mismo y así, hacerlo inofensivo. Como lo de Don Draper, pero al revés. Quieres tener a Don, aunque no debas, porque sabes que no existe. También quieres tener a Carrie. Para preguntarle cómo coño lo hace (lo del dinero, lo del apartamento, lo de los zapatos) o para tirarla por la ventana. Y sin embargo, venerar un fetiche tan incorrecto como la Bradshaw es, en un retruécano que se me antoja revolucionario, el acto de reafirmación feminista absoluto. Sí, qué pasa, yo también quiero ser ella. Y tú. Gritémoslo,

Pero al final, la cobardía se impone. Los DVDs de Mad Men bien visibles y los de Sexo en Nueva York (en aquella caja con forma de caja de zapatos Manolo Blahnik, qué vergüenza), bien escondidos. Así están en la mía, para qué engañaros. Y encima soy un tío. Manda huevos.

Por Alberto Rey