“¿Qué le pasa a los hombres con los pechos? ¡Más de la mitad de la población los tienen!”. La frase, pronunciada por Julia Roberts en la película Notting Hill, se me quedó a vivir hace años en un rincón de mi cerebro.
Porque son solo pechos, pero nos siguen volviendo locos. A unas por sujetarlos, engrandecerlos, disimularlos hasta el extremo. A otros por verlos, olerlos, morderlos y comparar con otros. Un ex compañero de trabajo siempre me saludó de la misma manera durante 14 meses: “¿Qué tal estáis las tres?”. Los 14 meses le respondí con una carcajada, pero de mis simplezas hoy no hablamos.
Aquí hemos venido a hablar de tetas. De las grandes, que despiertan deseo y envidia pero que te impiden dormir boca abajo e ir sin sujetador de por vida. De las pequeñas, que también despiertan deseo y envidia pero cuyas dueñas se empeñan en disfrazar con foam en tres dimensiones para que parezca que ahí hay una copa C.
Porque hay vida más allá de la copa B. Un amigo mío, cercano a los 40 añazos, descubrió hace apenas unos meses de la existencia de copas con otras letras. Y ha habido un antes y un después, y eso que solo llegamos a la C. Le llego a contar que hay incluso E y tengo que comprar un desfibrilador. Criatura.
Dice mi admirada Rosa Belmonte que la peluquería es uno de esos sitios donde al entrar pierdes todos tus derechos civiles. Las tiendas de lencería deberían unirse a esa lista. Cuando no nos tratan como clones de Amaia Montero incapaces de superar la época de Hello Kitty o Snoopy, te ponen a una maltratadora psicológica como dependienta. Una señorita de cuya cara no voy a olvidarme me dijo hace no demasiado que si el modelo X me quedaba bien era porque tengo el “pecho desparramado”. Le deseé todo el peso de la gravedad en su cuerpo y en su vida, ya puestos a desear males.
Yo he aprendido a convivir con las mías. Una relación con demasiados altibajos. Con 11 años era la más alta de mi clase. Con 13 dejé de ser alta y pasé a ser la más pechugona. No uno, sino dos sujetadores. Imposible cerrar con soltura la cremallera del uniforme del colegio. Y esos comentarios de los chicazos de mi barrio. Los tíos querían mis tetas, yo luchaba por evitar esas miradas. Ni ellos ni yo conseguimos nuestro objetivo.
Luego vinieron los embarazos y con ellos la etapa Afrodita. De repente sientes que sirven para algo. La lactancia te otorga los poderes que no te da el disfraz de Wonder Woman y decidí que si están para eso, para qué ocultarlas. Qué equivocada estaba. Enseñar un pecho sigue siendo hoy objeto de esas mismas miradas de los tíos de mi barrio. O mucho peor, las que te incriminan. Como si no lo tuviéramos casi todo visto, olido, mordido y besado. Como si la cabeza de un bebé en tu pecho fuera motivo de burka. Como si fuera malo.
Desde la venus de Willendorf a las portadas de Interviú, se sigue hablando de ellos. Se sigue lanzando una mirada, furtiva o directa, a unos pechos. Se siguen llenando los quirófanos de señoras inconformes con los suyos. Se siguen diciendo gañanadas como eso de que “tiran más dos tetas que dos carretas”, se siguen celebrando concursos de Miss Tetas con Nata, se sigue generando polémica si una actriz, una cantante (no digamos si es empresaria o política) enseña más de la cuenta. No aprendemos. Y puede que sea lo mejor. Si no de qué iba a estar yo escribiendo este editorial.
Por Ángeles Caballero