Soy de las que comulgaba con la estética de Slimane en la época de Dior, y en los comienzos de Saint Laurent. Pero hace mucho, mucho tiempo, que cualquier cosa que presentara me resultaba más de lo mismo, otra vez el rock, otra vez la androginia, otra vez el heroin chic, otra vez y otra vez y otra vez… aburriciones.
Al conglomerado del lujo Kering le convenía un diseñador que entiendiera que el negocio estaba por encima del arte. Slimane era perfecto.
Porque, no nos olvidemos, las grandes empresas de la moda no pretenden impulsar y acoger la sensibilidad, el arte y la creatividad de los diseñadores, quieren gallinas que pongan huevos de oro. A algunas les cuesta más, y terminan arrastrando problemas mentales y de adicción (para crear hay que sufrir), y otras saben cumplir su función, pero sin grandes alardes. Son las listas, las que se saben proteger, las que saben que más pronto que tarde terminarán en la cazuela, y como cuentan con ello, se saben retirar.
Slimane es muy inteligente. Ha cumplido de sobra con lo que le exigían. Y ha cultivado en paralelo muchas otras vías en las que expresar su vena creativa. Podemos imaginarle diciendo en voz alta «a mí no me pagan para esto», y saliendo con toda la dignidad del despacho de François-Henri Pinault.
Pero al negocio del lujo cada vez le cuesta más encontrar slimanes, fords y jacobs. Cualquiera que se arriesgue a trabajar para ellos (‘para’, que no ‘con’), sabe que le exprimirán hasta que no quede absolutamente nada, ni persona ni artista, después de que le den la patada.
A Slimane ya se lo tiene que estar rifando la competencia. Se rumorea que su próxima aventura será Chanel. Si es así, asistiremos al auténtico fin de una era (casi me atrevería a decir a un parricidio), porque sin Lagerfeld ¿Quién nos queda (vivo)?