El cine y el rock son amigos inseparables. No hay como una buena banda sonora roquera para que una película nos haga querer bailar en la butaca. Por otro lado, los músicos de rock se empeñan en vivir vidas de película, lo que resulta en los típicos biopics o documentales. Este mes, por ejemplo, se estrena The Runaways, sobre el grupo de Joan Jett, y pronto Nowhere Boy, sobre John Lennon adolescente.
Pero no quiero hablar hoy de estos u otros biopics de rock, como The Doors, o Sid y Nancy, tampoco sobre los documentales roqueros como Gimme Shelter, Bring on the Night o It Might Get Loud. Me gustaría hablar sobre mi subgénero cinematográfico de rock and roll favorito: películas sobre músicos de rock ficticios.
Antes voy a hacer un paréntesis para mencionar dos películas que no son ni documental, ni biopic, ni ficción. Una es I’m Not There de Todd Haynes, inspirada en las muchas caras de Bob Dylan; a mi que no soy fan de Dylan (oh, pecado) me pareció hermosa y poética. La otra es 24 Hour Party People, una maravilla de Michael Winterbottom sobre el “Madchester” de fines de 1970. Ahora sí, cierro paréntesis.
Es verdad que eso de “basado en una historia real” da mucho juego, pero personalmente me inclino más por el “inspirado” en la vida real. Está claro que todas las bandas de rock de las películas, de una manera u otra, son recreaciones de otras bandas reales.
Así es como Stillwater de Almost Famous y Spinal Tap podrían ser Led Zeppelín, o Brian Slade y Curt Wild de Velvet Goldmine serían David Bowie e Iggy Pop. Pero el caso es que no lo son, creo que eso es lo que los hace más cercanos. Ya no importa si la historia se parece o no a lo que ocurrió. En cualquier biopic hay ficción, y nos preguntamos que tanto se inventó el guionista, sin embargo, cuando la historia es original, nos podemos entregar a ella con el placer de dejarnos llevar por el cuento, por lo que estos personajes, casi siempre desmesurados, viven.
A los músicos de rock les perdonamos todo, de hecho, esperamos todo de ellos. Que se entreguen en cuerpo y alma a nosotros, que se inmolen por su música y su público. Que asciendan desde el anonimato total a base de talento y suerte, que triunfen, que disfruten del éxito y los excesos, pero no por mucho tiempo, porque lo que toca es que tanto sexo, drogas y rock and roll los haga desbarrancarse y quemarse en sus propias llamas. Por supuesto después del incendio, el renacer como cualquier fénix y finalmente, citando a un grupo real de rock “a brillar, mi amor, vamos a brillar, mi amor”.
El cine y la música también están para eso. Así como en un concierto podemos llegar a hacer idioteces como encender mecheros durante una balada (o móviles, perdón, es que soy de otra época), también durante una película nos podemos conmover con los avatares de la vida del roquero de turno. Por eso me enternezco cuando la vieja gloria del glam rock de Still Crazy (pequeña película que recomiendo buscar y ver) se acerca al micrófono durante un evento que no tiene nada que ve con él y lo único que puede decir es “hello, Wembley”. Por eso me río cuando una réplica minúscula de Stonehenge baja durante el concierto de Spinal Tap. Por eso cada vez que vuelvo a ver Almost Famous, me emociono cuando todos perdonan a Russell en el autobús cantando Tiny Dancer. Pero, bueno, si hasta me dan ganas de aplaudir cuando Marty McFly toca Johnny B. Goode en Regreso al Futuro.
Eso es lo que tiene el rock cuando nos perdemos en él, que nos hace dejar de lado todas las caretas cool y de persona seria que nos ponemos en la vida cotidiana. Admitamos que no nos hace menos interesantes querer SENTIR, así a lo grande, y dejarnos llevar por esas sensaciones tan primarias y profundamente humanas.
Quiero ver una película, poner los altavoces en once y que el satélite de amor me transmita toda su energía musical, o es que ¿nadie recuerda la risa?
Inés González