En cuanto este asco de tiempo que tenemos nos dé una tregua, correremos a sacar toda esa ropita liviana y colorida del armario. Sí, esa ropa que a día de hoy pensamos que nunca vamos a estrenar, porque no para de llover y hacer frío.
Nos quitaremos las medias, y ya, de paso, los pelos. No me ruboriza decir que, en época invernal, Figo y yo tenemos el mismo desnudo de rodilla para abajo.
Y no pasa nada por decirlo. Vamos, chicas, liberáos, soltadlo. La cera y la depilady son martirios chinos que no hay por qué aguantar si no vas a enseñar las piernas.
Pero ya mismo llegará la primavera, y nos pondremos vestiditos monos. ¡Ay! si hay algo peor que los pelos en las piernas, son los pelos en unas piernas que son casi verdes, después de tantos meses ocultas bajo capas y capas de ropa. Lo de los pelos tiene fácil remedio, pero lo del color… Y aquí llegan los temidos autobronceadores.
¿Temidos? Deberían ser aliados ¿no? Pues no. Es tan complicado echarlos perfectamente bien, que ya no nos sorprende encontrarnos a alguien con las palmas de las manos de color naranja, o con churretes en los tobillos. O con axilas, rodillas o codos de un tono que ni Valentino (¿por cierto, el tono de piel de este señor no es PANTONE 1595?).
Os voy a contar mi experiencia personal con la tanización.
Hace unos cuantos años nos fuimos mi chico y yo a Ibiza, un par de semanas. Era la primera vez que iba, había seguido una dieta para perder los 3 kilos que NO me sobraban, y me practicaba una dolorosa mesoterapia, que consiguió reducir casi mágicamente mis cartucheras. Así que no iba a arruinar mi «estreno ibicenco», ni los biquinis que me había comprado para la ocasión, con una piel más que blanca, translúcida.
Así que me fuí a una clínica estética de esas famosas y carísimas, a darme una ducha de autobronceador. Me costó un dineral.
Primero me exfoliaron de arriba a abajo. Después me metieron en un cuarto de baño, con plato de ducha, y una amable esteticienne con mascarilla y una pistola de aerógrafo en la mano, me iba pintando. Sesión de chapa y pintura. Me sentí como un Seat Panda en el taller por un golpe en la aleta delantera.
Cuando consideraron que me habían pintado uniformemente, me llevaron a una sala, y me hicieron esperar, con un tanga de papel mínimo, a que se «fijara» un poco la «pintura». Parecía una figura de bronce.
Después salí a la calle, con la recomendación de no ducharme hasta pasadas como mínimo 8 horas. Y que no se me ocurriera usar jabón…
Finales de junio. Madrid. Las 2 de la tarde. Un sol de justicia. Viernes. Ni un puñetero taxi. Tuve que coger el metro. En la clínica estaba el aire acondicionado, pero el bofetón de calor nada más salir comenzaba a hacer estragos en mi piel.
Conseguí llegar a casa más o menos intacta. Más o menos. Tengo la piel muy blanca (creo que ya lo he dicho), y se notaba muchísimo el disfraz de conguito.
Me esperaba un viaje en coche de al menos 6 horas, así que no pensé que tuviera problemas para cumplir la recomendación de no ducharme. Error.
A pesar del aire acondicionado del coche, en cada pliegue de mi piel, en brazos, piernas, cuello, comenzaba a aparecer una línea oscura, definida. En la cara pasaba tres cuartos de lo mismo. Oh, mierda. Mi chico me miraba, y preguntaba si «eso se iba a quedar así». «¡Qué va!», le dije, no muy convencida, «esto luego se va con la ducha». Pero en el fondo estaba acojonada. Todas hemos visto el efecto de los autobronceadores, los churretes, marcas, líneas.
Me sentía como una pastilla de chocolate derritiéndose. Un asco.
Al final aguanté las 8 horas justitas. En cuanto pude me metí en la ducha. Una gran parte del potingue se fué con el agua (sin jabón). Seguro que si aguanto un poco más, el tono obtenido hubiera sido más intenso, pero me sentí agradecida cuando al salir de la ducha no tenía marcas, y sí un sutil tono dorado, muy sutil. Un poco caro me salió, eso sí.
Pero me consta de otra a la que le salió peor. Tenía una boda, e hizo lo mismo que yo. La diferencia fué que tras la ducha de autobronceador, ella se puso el casco, y cogió su moto para hacer recados.
Cuando llegó a casa, la esponja interior del casco había absorvido el producto alrededor del óvalo y en la zona de la barbilla y la boca, con lo que se le quedó el aspecto de un mono tití. No hubo manera de arreglarlo, ni frotando ni pintando con polvos de sol para igualar el tono. Menudo desastre…
Así que, como diría La Agrado en Todo Sobre Mi Madre, «¿tú crees que te compensa? pues no, no te compensa… no te compensa…»
M. Morgan