Se acabó la Operación Bikini. El verano ha llegado como suele hacerlo, a traición, y me ha pillado en bragas, sin depilar y con la celulitis en pleno apogeo.
Me consuelo pensando que es retención de líquidos, pero luego mi cachito de cordura –que es poca, ya lo sé, pero peor sería no tenerla-me dice que sí, que es retención de las cervecitas con limón, los vermucitos, las cocacolas y, sobre todo, del agua con la que acompaño las galletas integrales y el chocolate negro para merendar, que, aunque digan que no engorda, yo no me lo creo, porque tengo la firme teoría de que lo único que no engorda es lo que se queda en el plato –la teoría no es mía, vale, pero yo la sostengo-.
Dicen por ahí que ahora lo que se lleva no es la Operación Bikini, sino la Operación Otoño, a saber: “Me paso la Operación Bikini por el coño” (con perdón). Pero claro, una saca a pasear la voluntad para enarbolar eso de la belleza interior y se encuentra con que, por el camino, la belleza exterior, mucho más reconocible, toma sitio a base de piernas torneadas, estómagos planos, clavículas marcadas, brazos delgaditos y tobillos diminutos.
Y no estoy hablando de la princesa Letizia –lo suyo ya no son tobillos diminutos, sino esqueleto recubierto de epidermis transparente-, sino de cientos y cientos de mujeres con las que cada día me cruzo en el Metro, en el bus, en el súper y hasta en el camino de casa al contenedor de basura.
También las hay con la lorza en ristre, claro está, pero ésas no preocupan. No fustigan el ego.
Y al final, la Operación Bikini no es más que un ejercicio de sadomasoquismo en el que, por mucho que la báscula indique que cada día tienes un gramo menos que el anterior, pero uno más que el día siguiente, el cilicio moral campa a sus anchas por tu voluntad para recordarte que siempre las habrá más delgadas, que siempre te quedará una talla menos por calzarte, y que siempre querrás perder los dos malditos kilos que a todas las mujeres nos quedan siempre por perder.