Llega un momento en la vida en el que tu almohada deja de ser una estación de paso. Prefieres dormir sola a no pegar ojo acompañada por ronquidos ajenos. Además, el pelo de ciertos tíos es pelín grasiento; el de otros, con tendencia a la caída; de modo que evitarlos resulta un triunfo cuando, al sacar las sábanas de la lavadora, descubres que siguen blancas, inmaculadas, y sin un solo cabello atrapado en el bordado.
Y cuando estás convencida de que lo mejor que te puede pasar en la vida es estar soltera, disfrutar de tu casa y de tu tiempo contigo misma, recuperar la parte del armario que habías cedido y volver a cenar yogures en lugar de pizzas —cosa que tu báscula empieza a agradecer de inmediato— aparece él. El hombre almohada.
Al principio no haces caso a su tonteo. Qué pereza tanto lirili para tan poco lerele. Pero poco a poco te das cuenta de que él sí que no parece como los demás. Que le interesas de verdad.
Le abres una rendija de tu vida y él, educado, enseña la patita antes de pasar. Nada de colarse por la ventana. Ni de tirarse en plancha por el hueco de la chimenea.
Te mira como si en tus ojos retransmitieran el Madrid- Barça que se está perdiendo por invitarte al teatro.
Te abraza como si quisiera traspasar con su corazón la tela de tu abrigo.
Te acaricia y te está curando el alma.
Te habla. Pero sobre todo te escucha.
Te admira. Sabe lo que vales y vale mucho más de lo que él quiere saber.
Es capaz de dibujarte una sonrisa en los labios cuando no hay forma de que la puta vida deje de hacerte llorar.
Te regala su mundo para que, junto al tuyo, hagáis uno nuevo a medias.
Y llega la noche y él posa la cabeza sobre su almohada, y tú decides que es mejor olvidar la tuya por un rato y apoyarte en él, y te quedas dormida en su pecho, y él deja que sus dedos se pierdan haciendo círculos con tu pelo. Y así esta noche, y mañana, y la noche del día siguiente, y la del día después a la mañana de antes. Y pasa el tiempo y te das cuenta de no hay almohadas ni valerianas que valgan: su pecho es el mejor bálsamo para coger el sueño. Aunque a veces se dé la vuelta sin previo aviso y se te quede la cabeza encasquillada bajo su brazo.
Y como esto no es un cuento de hadas, un ronquido te despierta de vez en cuando. Es la mejor forma de saber que no estás soñando. Que no existe el hombre perfecto, pero sí el que te hace feliz.
Los hombres de mi almohada, Noelia Jiménez, Editorial Eutelequia (Madrid, 2011).