El término «musa» es uno de tantos que a fuerza de usarlo acaba por no significar nada. O incluso peor, por significar algo feo. Musa. Bloguera. It Girl. Mierda. De la prostitución del lenguaje tiene la culpa la prensa y las empresas de comunicación de moda, que son Satanás.
Cuando Lucio Chiné me entró con un «¡Corriendo nene! ¿Entre todas las musas que admiras, gente que te vuelve loco del limón, cual es tu favorita?» me quedé bloqueado durante unos minutos sin saber que contestar.
Porque una cosa es un ser vivo o muerto al que tú admires por una cosa u otra, y otra muy distinta es un ser vivo o muerto al que tú admires y pudiera aplicársele el calificativo «musa». Yo admiro a Bob Mackie, a Nan Kempner, a Dolly Buster, a Helmut Lang y también a Mordisquitos, la mascota tonti de Futurama que siempre tiene hambre.
Pero nunca diría que se trata de musas para mí. Para poder usar este calificativo, la persona en cuestión debe tener una cualidad muy importante, y de no tenerla no se trata de una musa, sino de una mierda pinchada en un palo o una estrategia comercial…
La clave, la movida, el asunto es inspirar. Por eso después de andar un rato pensando en qué nombre le daba a Chiné, descartando a Richard Avedon, a Charo Baeza y al creador del perfecto Schott llegué a la conclusión de que Helmut Newton y su trabajo podría tratarse de una musa para mí.
Porque no sólo lo admiro y me quedo embobado con su arte o leo cualquier cosa que caiga en mis manos r eferente a él, sino que en ciertas ocasiones ha ejercido influencia a la hora de ponerme frente a algún trabajo artístico o de la vida diaria.
Cuando tienes delante de ti una palmera del Ikea y estás pensando en que quedaría bien bonita en un rincón con un butacón de piel y una copa de combinado, como en una editorial de Helmut Newton, la mata no da para más. Y si tienes muchos libros bonitos de arte y fotografía y caes en la cuenta de que los más sobados, los que tienen la cola gastada y algunas páginas sueltas son los del alemán… pues ahí hay una musa, coño.
La gente con intereses arte tiende a mitificar su pasado y en cualquier conversación sacas la conclusión de que se criaron rodeados de copas de Lalique mientras una leve bruma de Fracas de Piguet que se desprendía del golpe de melena de su madre mientras encendía su cigarrillo slim con su mechero Dupont los extasiaba, a estos mariquitas de cinco años, cuando ojeaban de nuevo la primera edición del American West firmada y, bendecida con agua bendita de la pila bautismal de Richard Avedon. Todo mentira. Esa gente comía lentejas con chorizo, sus padres bebían vino con Casera y sus madres se perfumaban con Farala o Chanson d’Eau. Y echaban la primitiva. Como yo.
Recuerdo perfectamente la primera vez que vi una foto de Helmut Newton, tendría quince o dieciséis años y probablemente en una revista dominical, no en un monográfico de l autor o en una revista supra, me topé con un primer plano de un pollo asado abierto en canal mientras unos dedos delgados cuajados de haute joaillerie lo manipulaban violentamente. Esa foto me violó, me turbó y me fascinó. La recorté y la guardé, y cada poco la volvía a sacar para quedarme tonto ante ella, embobado ante los matices de la carne quemada del pollo, ante la grasa y especialmente ante esas hebras claritas que me tuvieron meses pensando si se trataba de tendones, hilo de cocina o tripas extrañas de un pollo mutante y loco, pensando si mi madre le quitaba esas tripas tan asquerosas cuando preparaba pollo o si yo me las había comido sin darme cuenta en alguna ocasión. Una simple foto de un pollo y un cuchillo, impresa para cientos de personas, pero que en un determinado momento de la vida de un adolescente crees que te habla a ti, sólo a ti. Un fetiche.
Más tarde descubrí que la fotografía pertenecía a un edito de joyería de los noventa del Vogue parisien, protagonizado por la gran Violeta Sánchez, y que en otra instantánea perturbadora y excitante para mi mente juvenil se mostraba a la modelo pálida como el talco, con cuatro pelos largos y negros en los sobacos y el pecho casi inexistente envuelto en gasa. Una belleza mutante, salvaje y totalmente alejada del canon comercial que definía la época en la que se hizo el editorial.
Helmut Newton me ha fascinado a lo largo de mis años interesado en el mundo de la moda, de la fotografía y de lo abstracto. Existen muchos fotógrafos a los que admiro, gente que de repente salta la liebre y te hacen un editorial de olé y vuelta al ruedo que te deja tonto ante una revista, haciendo que tu imaginación se dispare… lo barato que sale a veces viajar y las alegrías que puede llegar a dar la ficción.
Juergen Teller, Peter Lindbergh cuando no está apoltronado con uno de esos editos planos con top model y estrella de cine que hace para el Vogue de Wintour, Bruce Weber, Irving Penn, que te retrataba un manojo de apio y te daban ganas de comer apio, aunque no te guste, Jeff Burton si tiene la ocasión o Bettina Rheims cuando se sabe la dueña del coño que tiene delante y quiere contar su propia visión de lo que es ser mujer, sin las prohibiciones poéticas de feministas de garrafón y sin la lascivia de pose esteticienne defecto de la mayoría de fotógrafos masculinos. Una mujer segura, radiante y poderosa pero con ese matiz casi imperceptible, ese je ne sais quoi que te dice «esta foto la ha disparado una tía» propio de Rheims.
Fotógrafos que son un mundo ellos mismos, una estética y un libro de estilo particular, una cosa loca y superior.
Sin embargo a la hora de seleccionar al favorito, con lo feo que es hablar de favoritos por toda la gente que te puedes dejar fuera, todos se me olvidan, que se dice pronto, para que el nombre de Helmut Newton se me encienda con neones fosforitos y parpadeantes en la cabeza.
Newton contaba que él no era más un pistolero a sueldo, «a gun for hire», para desmitificar ese aire artístico/mágico que la gente tiende a adjudicar al mundo del arte, de la moda y del joie de vivre.
Comentaba que tenía una cámara, lo llamaban, hacía las fotos y le pagaban. Daba lo mismo que retratara alta moda, café molido o medias de cristal. Un pistolero a sueldo. Sin más.
Y no andaba desencaminado, la mayoría de fotógrafos quieren comer y se acostumbran a comprarse cosas bonitas y caras, llega un punto de sus carreras en el que repiten una y otra vez el edito estrella que los ha hecho conocidos, con su luz estrella, con sus poses estrella… con su aburrimiento estrella. Y sin embargo, esto es lo que nunca hizo Newton.
Helmut Newton, siendo un pistolero a sueldo, tenía la habilidad de hacer suyo cualquier trabajo, desde el más sofisticado al más popular. Eso no es ser un mercenario, eso es colarle el gol a las empresas que te están contratando, trabajar en todos los medios, revistas, firmas o marcas comerciales o high class, pero en cualquiera de ellas sacarte la polla, mearte encima y dejar tu sello, tu visión del mundo. Lo que no se puede definir con palabras, esa bruma, ese toque que grita »Newton» por los cuatro vientos, te encuentres ante un anuncio de Blumarine en su buena época o delante de un Absolut Vodka con la jaca de las galaxias Kristen McMenamy envuelta en un vestido stretch.
Es raro el artículo referente al fotógrafo en el que no se haga hincapié en su obsesión por la mujer, sus mujeres poderosas, ultra sexuales y sofisticadas, en celo . Otros ahondan en el eterno debate sobre si la mujer Newton es víctima o verdugo… ¿es un objeto sexual porque se lo impone el hombre o es ella la que decide serlo? O incluso más… ¿se trata realmente de un objeto sexual? La obra y la temática de Newton da para mil y un ensayos, desde los meramente estéticos pasando por los que enlazan con la antropología, sociología, juego de roles y géneros y feminismo.
Y no hay que olvidar una cosa: todo esto lo provoca un hombre que basó su carrera en trabajar para la prensa de moda. Para que luego cuatro leídos de medio pelo tiren por tierra este sector comercial/artístico.
Sin embargo si tuviera que seleccionar un tema-debate sobre el fotógrafo, yo me quedo con otro que tiene más que ver con la técnica y el arte… y es la capacidad de Newton para tener tantos frentes abiertos f otográficos, en principio distintos entre sí y que de una forma magistral conservan esa entidad, ese cuerpo y marca de la casa que te llevan a él irremediablemente. El Newton en blanco y negro de sus editoriales en el Vogue inglés de los sesenta, Willy van Rooy corriendo en un campo ante una avioneta, el de esas pseudo rusas invernales de imaginería régimen fascista, acompañadas por pastores alemanes.
Existe el Newton comercial del Vogue americano de los setenta, el Newton inofensivo en apariencia de Patti Hansen, de una revista que igualmente tenía que llegar al piso de lujo de una princesa judía de Park Avenue como a la casa de campo de un ama de casa rural.
Tenemos en la memoria los retratos particulares a gran escala, los «big nudes», glamazonas y valkirias rebosando power, desnudas y de cuerpo completo, en blanco y negro… ¿estamos seguros de que estamos hablando de objetos sexuales? ¿A esa Henriette Allais le vas a tocar tú una teta si ella no lo considera oportuno o bien será ella la que te haga un oyuken y te ponga morado un ojo?
El Newton de las pruebas en polaroid, que es otra vertiente de su carrera que parte del trabajo previo y se convierte en un objeto arte puro y una categoría en sí misma, el de Jerry Hall y Daryl Hannah y ese tono quemado y saturado que tiene su fotografía de los ochenta, el del Vanity y el de los retratos a celebridades, donde una melena rubia no era miel, sino electricidad. El retrato puro y sin atrezzo de personas como Margaret Thatcher, Jean-Marie Le Pen, Sigourney Weaber miss camiseta mojada que te da una puñetazo y te levanta en pesos, Elizabeth Taylor en la piscina…
El Newton del binomio pareja descompensada, hombre bajito y mujer altísima, como en aquella famosa foto de L’Wren Scott, o al contrario, como sucede en uno de mis editorial favoritos publicado en el Vogue americano a finales de los noventa, en el que un buzo gigantesco sostiene como si fuera una pesa de gimnasio a Vanessa Lorenzo, frágil, mojada y menuda.
Editoriales y fotografías diferentes, cada uno con su luz, su estilismo, sus temas y sus localizaciones, pero todos puro Newton y lo mejor… había un paso más, la busqueda de lo nuevo sin perder la esencia de su trabajo. Newton jamás se apoltronó, como es común entre los grandes genios que llegados a una edad se encasillan y lo que en un principio se consideraba irreverente y arte puro se transforma en ridículos coletazos de una maestría que ya no existe.
O lo que es peor, como la mayoría de sus imitadores de garrafón, las Mert & Marcus o Giampalo Sgura que repiten sin cesar editos inspirados en Helmut y no han reparado que el truco no está en la estética, sino en la intención. No lo han entendido.
Me maravilla y es mi época favorita del autor todo lo que hizo en los noventa y hasta su muerte en 2004, estrellando su coche frente al Chateau Marmont, que hasta para morir tuvo arte. Mientras gente consagrada comenzaba a repetirse descansando bien cómodos en su sillón encendiendo puros con dólares, como hoy sucede con el hace quince años maravilloso Mario Testino o los Inez & Vinoodh, Helmut se entregó a un Monte Carlo idealizado, a un Los Ángeles sublimado, a una localización veraniega y decadente poblada por rubias que en su momento fueron imponentes jamelgas y que se convirtieron en tías buenas por imposición de la belleza de la década… sin embargo supo trabajar igual de bien con las Nadja Auermann, con las Claudia Schiffer, Crawford y Otis que con las modelos menos conocidas de sus comienzos.
A finales de la década el prototipo cambió y algo a priori tan poco Newton como la anorexia de luxe consiguió acoplarse a sus trabajos, Newton no sólo siguió creando editoriales maravillosos y provocadores para las ediciones más comerciales de Vogue, sino que incorporó a su imaginería a las tops de la bulimia chic, a esas chicas del este de Europa, altísimas, anoréxicas como ellas solas y con huesos en las caderas similares a alerones de coches tuneados.
En mayo de 2001, cuando muchos de sus colegas de profesión habían llegado a donde tenían que ir, Newton publicó en Vogue un editorial de moda protagonizado por Carmen Kass y Frankie Rayder, sucesoras de las tops de los noventa y emblemas de la belleza que se impuso al cambiar el siglo, delgadísima y con aires de cansacio o abulia perenne hacia el mundo. Las dos modelos se encuentran en una playa onírica e idealizada, en tonos verdes artificiales mientras interactúan vestidas con prendas negras y muestran a cámara su perfil más angustioso y sofisticadamente enfermo, tan a la moda del momento. Este editorial lo retrató un señor de ochenta años, una leyenda en vida que podría haber tirado por el camino fácil y crear mierda a mansalva pagada a precio de oro, como tantos otros. En vez de eso regaló al mundo una maravilla de trabajo que no sólo es novedoso porque abre una nueva vía estética en su fotografía, sino que casa a la perfección con el cambio de rumbo general que se dio en esos años moda, tan sofisticado. Un tipo de ochenta años te está vendiendo la moto de lo que está sucediendo en este momento. No sólo no se apoltronó, es que quiso ir a más…
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Sr. Quinquillero es blogger puticlubq