Cuando el camarero del Bar Claridge me pregunta si quiero el whisky servido en un vaso highball o prefiero un old-fashioned, me limito a decir “en uno ancho, con poco hielo, por favor”. Y, aunque me mira como si su duda no hubiera sido aclarada, asiente, solícito, bajando la barbilla y ocultando su pajarita de cuadros por un instante. Se da media vuelta con una elegancia soberana y regresa a la barra. Todas las mesas están decoradas con magníficos jarrones de cristal soplado que reposan sobre tapetes de cuero brillante color vino rematados con hilo de plata. Es la única concesión navideña al adorno.
A través de los inmaculados cristales del bar, compruebo cómo el asfalto oscurece la tarde, aunque el cielo permanece aún transparente. Y me vienen a la mente las avenidas de Nueva York, donde siempre es difícil ver las nubes, y el hormigón, el cemento, el ladrillo y el cristal invaden el aire y se tragan la luz. Y pienso en la falta de oportunidades que uno pierde por permanecer en el gris de lo cotidiano, en la fuerza de la costumbre. Son aún las cinco y media. En el bar se respira un ambiente agradable con aroma a madera, a nicotina, a hojas de melocotonero y a cava.
Espero a Sara. Nos hemos citado a las seis
El camarero acomoda el whisky sobre un posavasos con motivos que recuerdan al barrio rojo de Pigalle, y lo acompaña con un cuenquito de loza a medio llenar de avellanas tostadas peladas, cubierto con una servilleta blanca de hilo muy fino, doblada y planchada en cuatro. La doy las gracias y vuelve a asentir de la misma forma que antes, sonriendo sin mediar palabra.
Compruebo en el reflejo del cristal que estoy bien peinado, me quito las gafas para limpiar las lentes y, cuando me las vuelvo a poner, pienso que no he acertado a la hora de vestirme de negro. Porque el negro de los cordones de los zapatos es distinto al de los propios zapatos, y al de los calcetines, y al de los pantalones, y al del jersey. Y no se parece en nada al negro del abrigo ni mucho menos al de mi reloj. Estoy cubierto de una amplia gama de colores negros que no casan entre sí.
Necesito hablar con Sara.
Desde el episodio de Ribadeo, no hemos vuelto a estar juntos. Nuestros amigos Jainar y Noé celebraron allí su boda, Sara leía en la ceremonia. Discutimos en el camino de ida, en el coche; esa misma noche, en el hotel; el día de la boda, a la hora del desayuno, y justo antes de salir camino a la capilla, a primera hora de la tarde. Sara me insultó con fiereza y yo no me quedé a la zaga. Ambos continuamos con una retahíla de reproches incoherentes, expresados con enfado y terquedad, hasta acabar en una disputa que nos encargamos de no solucionar porque, sencillamente, no quisimos. En lugar de acudir a la ceremonia, decidí quedarme tomando Golden Blues y fumando Delicados sentado en una silla alta y flirteando con una de las camareras en una de las carpas al borde de las rocas, mirando al fondo del acantilado. Apenas probé bocado durante la cena y cuando me excusé al irme antes de servir los postres, Sara me fulminó con su mirada. Quise irme de allí y buscar alguien con quien follar en el hotel. Y encontré a ese alguien.
Sara me descubrió cabalgando sobre no-recuerdo-su-nombre, que gemía y cruzaba las piernas en lo alto de mi espalda para facilitarme la tarea, continuando con el revolcón ajenos a la inoportuna visita que -quiero imaginar- fue fugaz. Nunca lo supe. Luego, yo, mareado, vomité y esperé a una Sara que nunca llegó. Ella regresó a Bilbao en nuestro coche. Yo, en el de unos amigos. La llamé mil veces durante el trayecto, pero su teléfono estaba apagado. Cuando nos reencontramos en casa, quise morir mientras ella intentaba, sin conseguirlo, secarse un llanto que no terminaba de amainar, y me contaba lo que había visto. Me dijo que no quería verme más. Que recogiera todas mis cosas y que olvidara todo este tiempo. Cumplí con lo que me pidió hasta ayer por la noche. Su ausencia insoportable y casi media botella de ginebra, me ayudaron a descolgar el teléfono y llamarla. Aunque estuvo seria, y parca en palabras, no tuve que insistir para concertar la cita de hoy, a las seis.
Aparto la vista de los cuadros con elementos gráficos de la Bauhaus que cuelgan de las paredes, y vuelvo a mirar a la calle, difuminada ahora por el vaho de los cristales. Justo entonces, veo salir de un taxi a una mujer alta, delgada, vestida con pantalones vaqueros y chaqueta de punto grueso, con una gabardina sobre los hombros. Veo cómo se sacude la cabellera, se pone una gorra de punto, recoge un paraguas y un bolso grande, paga al taxista y comienza a caminar en dirección al Claridge. Es ella. Mientras espera a que el semáforo se ponga en verde se mira la punta de sus zapatos planos. Luego, con paso decidido, avanza hacia la puerta giratoria del bar.
Me ve según entra. No hay nadie más. Pero, antes de acercarse, pide algo al camarero. Fija los ojos en mí durante los escasos metros que separan la barra de la pared acristalada donde reposo mi hombro derecho. No sonríe. Observo sus manos entrelazadas y percibo la fuerza que hacen, nerviosos, unos dedos con otros. Cuando me levanto para besarla, me rechaza tomando asiento. Y allí, uno frente al otro, me veo reflejado en sus enormes ojos castaños todopoderosos que permanecen fijos en mí sin pestañear.
Cuando el camarero viene a servirle su gin-fizz, bebe un sorbo, se humedece los labios, se desata los botones de la chaqueta, se sienta al borde del sofá, apoya los codos sobre la mesa y la cabeza sobre las palmas de sus manos sin apartar su vista de mí. Y mientras siento el calor de su aliento, me dice: “Empieza cuando quieras. Yo, ya terminé hace tiempo”.
Javier Ubieta | Disturbing Codes