Pasión y martirio

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El oficio de hacer revistas no es para gente desapasionada. Cuando comienzas en él piensas que tienes tantas cosas que hacer y que decir, que te faltan horas en el día. Tu cabeza bulle y no paras de proponer ideas, una tras otra, a verter lo que tu imaginación y tus ganas de crear te piden con un entusiasmo casi incontrolable… Lo que nadie te dice es que con los años es probable que la pasión por este trabajo desaparezca, como el amor.

Recuerdo con cierta morriña cuando me gastaba ingentes fortunas en libros de arte y de diseño. Abrir uno de estos libros constituía para mí uno de los mayores placeres de esta vida, como tomar un buen vino o cocinar algo rico, despacio y sin prisas.

Con los años, como comentaba, las pasiones se serenan o se desinflan, y aparecen otras nuevas.

La mía por la adquisición de libros se ha apaciguado, por falta de sitio y porque tengo otras prioridades en la vida. Mi colección, eso sí, está bien cuidada, porque tiene un gran valor, sentimental y artístico.

A pesar de este aparente desapego, mi tesoro aumenta con pequeñas adquisiciones: números 1 de nuevos lanzamientos, suscripciones a auténticas obras de arte editoriales como The Hunger, pequeñas joyas que encuentro en las contadas ocasiones en las que salgo de mi rutina de curro-casa-niño-cena-curro… Regalos que mantienen viva la llama del amor por el diseño, la moda y el mundo editorial.

También tengo otra pasión, que va y viene, como todas, y es Antonia. A ella he dedicado una buena parte de mi tiempo estos últimos 3 años (el primer número lo lancé en abril del 2010), y son ya treinta y tres números, que se dice pronto.

Treinta y tres, que es un número mágico para Inés González, cargado de simbolismo y conexiones.

Treinta y tres, como la escultura de metacrilato (con 333 números «3» de poliespán en su interior) que un amigo muy querido me regaló el día que cumplí justo 33, y que atesoro con gran cariño, ya que a él, por desgracia, ya no le puedo tener conmigo (aunque cada día me acuerde de él).

Treinta y tres años tenía cuando me enamoré del que es el padre de mi hijo. De él continúo enamorada y sigue siendo mi compañero en todo, hasta en esta aventura editorial.

Treinta y tres, como la edad que se supone que tenía Jesucristo cuando murió por predicar algo que rompía todas las normas y las convenciones. Algo que, hoy en día, sigue siendo igual de revolucionario. Algo que, para los que HOY son sus representantes, son simplemente palabras vacías, porque llevan siglos aprovechándose de esa pasión de un agitador social que quería cambiar mentalidades, y practicando justo lo contrario a lo que él decía. Ahora no practican ni el amor, ni el perdón, ni la igualdad, ni la bondad, ni la generosidad, ni la tolerancia…

Aún habrá quien defienda a la Iglesia (da igual si católica o no), y sus ritos y sus pasiones y sus fervores… Y que se vista de mantilla para expresar su pena por el martirio de un desgraciado que se atrevió a levantar la voz hace 3000 años, pero no sea capaz de levantar la suya para criticar que esa Iglesia a la que con tanto fervor sigue, no sea capaz de despojarse de sus riquezas para ayudar a los pobres, a los desposeídos, a los necesitados, a los enfermos, a los niños… Esos, que justo ahora, son los que están sufriendo el martirio, el auténtico martirio, el de todos los días, el que no se acaba. No el de una figura de madera que representa el castigo por la defensa de unas ideas de las que TODOS, empezando por SUS representantes, ya nos hemos olvidado.

Por eso en este número de Antonia, tan apasionado y tan sufrido, nos hemos vestido de mantilla, pero no para llorar por ese señor que murió hace tantísimo tiempo, sino para llevar luto por lo que DE VERDAD están matando: la dignidad y las ilusiones de la gente.

Vuestra apasionada (y un poco con vocación de mártir) admiradora,
Mabi Barbas, la Jefa