Tercer día
Que me pareciera trabajoso entrar al Louvre para no ver ni la centésima parte, o me negara a hacer la cola para subir a la Torre Eiffel, no significaba que fuera a renunciar a la visita de otro de los emblemas de París: el Arco de Triunfo. Además, siendo el remate de los Campos Elíseos, y estando cerca de nuestro próximo objetivo: la retrospectiva de Helmut Newton en el Gran Palais,todo cuadraba. Así que tras desayunar (lo de siempre, café, croissant y zumo… y la dichosa jarrita de agua), agarramos el metro (bendita idea la de comprar el bono transporte de turista) y nos plantamos frente al Arco. Gracias a dios casi no había cola para entrar. Unos minutos más tarde, al bajar, ya había bastante público, así que aquí también conviene madrugar (un poco ¿eh?, no es cuestión de exagerar).
No sé si ya habéis estado en París, ni si os apetece subir al Arco de Triunfo. Pero si no habéis estado y queréis tener esa maravillosa vista de todo París, os aconsejo que antes hagáis algo de fondo subiendo escaleras, porque el ascenso hasta arriba es a pie, en una infinita escalera de caracol, donde sospecho que habré dejado el pulmón derecho (si alguien lo ha visto, que me lo mande a casa, por favor que lo añoro). Eso sí, la vista merece la pena.
También podrás ver el gusto que tienen en la ciudad por el oro: estatuas, cúpulas, remates, farolas… Todo a lo grande y bien de dorado. Según y como de buen gusto, pero en bastantes cosas pelín exagerado.
Bajamos por los Campos Elíseos, donde hay muchas tiendas caras, muchas tiendas de horteradas (como Disney o Swarovski), mucho turista chino y mucha obra. Sí, queridas, en eso no se distingue de, por ejemplo, Madrid: las aceras levantadas, y el personal tomando algo en las terrazas, a un metro de la obra y la polvareda. Qué bonito, tomarse un café en los Campos Elíseos y, ya de paso, llevarse en los pulmones el polvo del subsuelo parisino. Hay que ser mongolo.
Suelo decir que a mí la moda me encanta, lo que me fastidia es la tontería de los fashionistas. Así que no podía desaprovechar la oportunidad de pasar por la Avenue Montaigne a contemplar esos maravillosos escaparates. ¿No voy a ver obras de arte a los museos? Pues algunos escaparates son obras de arte efímeras, y merecen atención.
Callejando nos plantamos, sin proponérnoslo, frente a un enorme edificio con las siglas LVMH (¿sus oficinas? pues qué feas y qué sosas, por cierto), donde no pude evitar exclamar: «¿puede salir Salma a jugar un ratito?». Siendo el epicentro del poder del lujo ¿por qué tienen unas oficinas tan horribles? Espero que el lujerío esté en el interior. Pobre Salma, primero lo de la peli del Mota y luego esto… No vayas a esperar a tu marido a la salida para irte de afterwork, mari, que te baja el nivel.
Recomiendo a los aspirantes a fotógrafo de moda que antes de autocalificarse como tales echen un vistazo a tan impresionante trabajo. Digamos NO a esa fotografía de moda que justifica el feísmo y el desenfoque como excusa para la falta de talento y de pericia Buscábamos como locos el Gran Palais, porque de tanto callejear nos perdimos, pero nada, sólo un poco, porque estaba a la vuelta de la esquina. Y aquí vino el lío: según por la puerta que entraras tenías una feria de arte contemporáneo (Art París Art Fair), la retrospectiva de Newton, y una exposición de ciencias naturales. Bueno, primero Newton y luego ya veríamos si nos daba tiempo a ver algo más.
¡Ay, madre! Si ya impresionan las fotografías de Newton en formato libro (aunque sea un coffee table book), verlas a tamaño gigante sobrecogen. A punto estuve de tener otro stendhal (¡qué pasa, estaba «blandita» con el viaje ¡¿y qué?!), pero me rodeaba demasiada gente para que me diera otra llorera emocional. Lo siento, pero cada vez cuesta más encontrar fotografía de moda que emocione. Con demasiada frecuencia me encuentro con el desenfoque como recurso para disimilar la falta de experiencia o de ideas. Demasiadas fotografías de moda en la que lo último que se ve es el vestido o el zapato… Como diría Andrè Leon Talley «I’m hungry for beauty».
Paramos en la antesala de la exposición para adquirir el catálogo o quizá alguno de los muchos libros sobre el trabajo de Newton que se vendían, y, al mirar por un ventanal, vimos el interior del Gran Palais, que albergaba la feria de arte contemporáneo que antes mencioné. «Yo, quiero entrar ahí», me dijo mi chico, y yo no pensaba negarle el capricho. Hoy era el día de las exposiciones.
Bendito carnet de prensa y benditas facilidades que dan al trabajo periodístico, porque nos dieron acceso a la feria (y la zona VIP) sin ningún problema. ¿Por qué en sitios tan impresionantes, en ferias y exposiciones tan estupendas, no ponen ninguna traba a la prensa, y en provincianas ferias de moda de Madrid poco menos que tienes que ofrecer amor eterno y tu próximo hijo varón en sacrificio para que te dejen entrar? Muy simple: aún somos muy paletos (y muy pelotas, porque solo los pelotas entran sin problemas).
El Gran Palais de París es uno de esos edificios que se construyeron para la exposición de 1900, y conserva todo su aire industrial. Sus vidrieras acristaladas son las más grandes de Europa. Un espacio ideal para la feria de arte contemporáneo que albergaba, por su impresionante iluminación natural. Sentada en uno de los sofás de la zona VIP, en un espacio elevado desde donde se contemplaba toda la exposición, y con una copa de vino en la mano, me sentí feliz y agradecida por estar viviendo tan buenos momentos en estos días.
Dato: no he visto NI UNA SOLA EGOBLOGGER haciéndose fotos en las esquinas. Y lo de la cinta en el pelo rollo nínfula me lo crucé tan solo una vez en Montmartre. Cuando pasó a mi lado y la escuché hablar era española… ahí lo dejo He de decir que la impresión de que las parisinas son estilosas (ellos también, pero quizá las mujeres llaman más la atención) era más firme conforme pasaban los días. Cada una en su estilo, cada una con su historia. Atentas a su trabajo, su lectura, a su interlocutor, o a lo que estuvieran haciendo. Me impresionaron gratamente. Y dentro del recinto de la feria esta impresión se acentuaba. Algunas de las ¿artistas? ¿marchantes? eran en sí mismas todo un escaparate de moda: brazos tatuados por completo junto a faldas lápiz y taconazos de Dolce & Gabbana, y con estilo, no como disfraz.
Ya era la hora de almorzar (aquí se almuerza a partir de las 12, y enseguida coges el ritmo parisino), y yo me había quedado con ganas de japonés el día anterior, así que regresamos al barrio japonés, a ver si teníamos suerte… Pero no, la mayoría de restaurantes eran de noodles, y soy la loca del sashimi. Localizamos uno, el You, con bastante buena pinta, pero sin cola en la puerta, que por lo visto es el indicativo en París de que algo merece la pena. Me daba igual, yo quería pescado, no fideos.
El You es un restaurante pequeñito, con barra y mesas para no más de 4/5 comensales a la vez. Además parecía estar casi a punto de cerrar, pero nos recibieron muy amablemente. El espídico camarero era un señor mayor veloz y eficiente, uno de esos camareros que en España llamaríamos «de la vieja escuela», que se acuerda de todo y te atiende enseguida. Pedimos shushi, sashimi y tempura. Además (y sin haberlo pedido) nos sirvieron unos entrantes, arroz blanco y la sopa de miso más buena que he probado jamás… y mira que no soy de sopa miso. Una vez la probé en Madrid y me pareció un aguachirri asqueroso. Pero esta era una auténtica delicia. Mis exclamaciones de placer («hummmm… qué bueno… ohhhhh») debieron llegar a oídos del cocinero, porque salió de la cocina a comprobar quién era la que poco menos que orgasmeaba con su comida. Saludé y le hice un gesto de «buenísimo», me devolvió la sonrisa e hizo una inclinación, agradecido. Es que si está bueno está bueno, leches, y hay que decirlo y reconocer el mérito.
Con el estómago más que satisfecho nos fuimos paseando en dirección al Pompidou, que era el que nos faltaba para completar la ruta museística del día. Pero caminando y mirando escaparates posamos nuestros ojos sobre las porciones de tarta de manzana más apetitosas a la vista del mundo mundial. ¿Hemos tomado postre? No.. ¿Hemos tomado café? No… Pues ¿a qué esperamos?. Entramos en uno de los seis establecimientos de la cadena Le Pain Quotidien que hay en París (5, Rue Des Petits Champs), un sitio realmente encantador en el que no sé si por la luz que entraba por la vidriera a esa hora, por lo agradable de la decoración, o por nuestro buen humor en general, nos sentimos como en el salón de la casa de un amigo. El café, sin ser maravilloso, no estaba mal. La tarta era un fake, de lo más corrientita. Bueno, la perfección no existe, ni siquiera en París.
Continuamos nuestro paseo hasta el Pompidou, callejeando, internándonos en alguna que otra galería de tiendas (hay montones en París), sorprendiéndonos con lugares como Design Nature, una tienda de taxidermia donde te encontrabas desde un león, a un gorila, al cuello de una jirafa (sí, muy freak), o un impresionante simio con alas de buitre y cuernos… Sitio raro raro raro, para entrar y salir corriendo.
Por fin llegamos al Pompidou, esa «joya de la arquitectura», para mí un ejemplo de feísmo máximo, megasupermercado de la cultura. Entras y no sabes si estás en un centro comercial o en un museo. Pero lo importante es lo que está en el interior, no el envoltorio, por más feo que sea. También aquí nos dieron vía libre para movernos por el museo con nuestro carnet de prensa. Qué lujo de ANTONIA, queridas.
Aunque con la sobredosis de arte que llevábamos a mí no me apetecía otra cosa más que subir a la terraza superior, tomarme una coca cola y relajarme un poco, que llevábamos unos días de caminatas… menos mal que tengo fondo, antonia, que si no me da un parraque.
A destacar del Pompidou (además de lo evidente, la espléndida colección y las interesantísimas exposiciones temporales): el trato del personal, la estupenda librería del vestibulo, la magníficas vistas… y lo buenas que están las camareras de la terraza. Sí, antonias, soy heterosexual (en general, pero nunca se sabe), iba con mi chico, pero era imposible no darse cuenta de los pibones que servían las mesas de la terraza superior. Si vais acompañadas y sois celosas mejor no subáis, porque es imposible competir con veinteañeras en minifalda y tan guapas. Al césar lo que es del césar.
Nos quedaba un último bastión por conquistar: Saint-Germain, la zona más de moda antes de la explosión de Le Marais. Nada más sencillo que bajar en la parada de metro Saint-Germain y elegir entre una de los innumerables bistrots y brasseries del propio boulevard (Le Lipp, el Café de Flore, Les Deux Magots), o tomarse la molestia de explorar un poco más allá en las calles del barrio.
Escogimos un restaurante Le Petit Zinc con aspecto de bombonera y una sospechosa insistencia en servir ostras. Cualquiera diría que el local es de principios del siglo XX, por pura estética, pero fué fundado en 1964, lo que tampoco es que sea antes de ayer, aunque os aseguro que da el pego de un restaurante de 1900. Estaba abarrotado, pero conseguimos que nos colocaran en una mesa lo suficientemente tranquila como para no molestar a los de la mesa de al lado al sentarnos o levantarnos.
El restaurante muy bonito, la maître muy guapa (otra jovencita veinteañera en minifalda ¿es París o la casualidad?) y muy atenta, pero el servicio estaba sobrepasado. Tardaron una eternidad en traernos primero el vino, luego los entrantes, y finalmente (y casi al borde de la desesperación) el plato principal. Como comprenderéis, antes de terminar ya estábamos pidiendo la cuenta. No os lo recomendamos, porque tampoco la comida fué espectacular.
Al ser nuestra última noche en París nos perdimos por las calles adyacentes, buscando un lugar agradable donde tomarnos una, dos o las copas que fueran necesarias, y Saint-Germain tiene muchísimos sitios, para todos los gustos, donde tomarte una copa. En una calle peatonal y abarrotada de terrazas continuaba abierta una librería Taschen, repleta de público, y eso que serían no menos de las 11 de la noche.
Con tiempo, un guía conocedor de la zona o un poco más de buena voluntad, con seguridad hubiéramos descubierto «el garito» para tomarnos esas copas. Pero en ausencia de estas tres circunstancias, optamos por entrar al bar más hortera que pudimos encontrar a mano, Le Pub Saint Germain (que la página y el vídeo no te confundan, antonia, de familiar nada, por la noche se convierte en el pub más hortera y pachanguero que te puedas echar a la cara, por mucha «decoración estilo oriental» de la que presuma). Lo mejor que puedes hacer es atrincherarte en LA SILLA (sí, esa silla mezcla nido de abejarruco y sillón de peli soft porn de Emmanuelle en la que me ves), para ver pasar a todo el mundo por la acera delante de tí. Cuando fuí al baño (alertada por un SMS de socorro de mi redactora jefa y la NO activación del número), una mulata le pidió permiso a mi chico para sentarse en mi silla y hacerse una foto. Merece la pena esa silla, nenas (nota mental: cuando sea jefa de verdad nada de sillas de Kartell, le compro LA SILLA al del Pub Saint Germain).
Se nos pasó la edad de irnos de discos, y ni lo hemos intentado en París (había tanto que ver, que como para lidiar con una resaca), así que terminamos la copa y nos fuimos derechitos a la cama.
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