Andaba buscando una camiseta de cierto artista que no fuera demasiado estándar, ni demasiado obvia, ni demasiado kitsch, ni demasiado fanática, ni demasiado friki, y la encontré.
Un oscuro vendedor anónimo de nombre «A.» y ubicado en Estados Unidos cuya tienda en Etsy tan sólo contaba con 6 artículos –ahora 5- aún tenía una unidad, tres tallas más grande de lo que necesito, y con unos gastos de envío más altos que el precio de la prenda: no hizo falta nada más para convencerme. Antes, sin embargo, le pregunté un par de cosas sobre el diseño, ya que desconocía la foto plasmada en el algodón y tenía curiosidad por saber más. Me comentó que trabajaba en una imprenta, y que esta camiseta en concreto la hizo para regalarla a su mujer; como le quedó bien, imprimió unas cuantas más y las ha ido vendiendo en internet. Con mi compra, me llevaba la última, y su próxima producción serían camisetas de New Order, «porque la gente las pide».
Nada dijo sobre la magnífica foto impresa, de dónde provenía, y menos aún quién era su artífice. Buceando por los océanos de Google di con la foto, cuyo autor es el excelso Anton Corbijn, photographer to the rockstars y en mi opinión, uno de los artistas más influyentes en la estética de la música pop de las últimas décadas desde los ámbitos de la fotografía y la creación audiovisual. Ni Corbijn, el fotógrafo, ni Morrissey, el artista retratado, son unos pobres muertos de hambre: su talento les ha proporcionado fama y dinero a lo largo de más de 30 años y seguirá haciéndolo hasta después de ídem. Por lo tanto, no debería preocuparme el hecho de que cualquiera pueda usar el trabajo y la creatividad del primero y la imagen del segundo de forma absolutamente libre e impune y ganarse unos dólares. Sin embargo, desde un punto de vista ético y legal, es usurpación. ¿Pierden los artistas muchos ingresos por la proliferación de merchandising incontrolado? Ahora que ya no pueden vivir de la venta de discos, ¿es el merchandising la gallina de los huevos de oro?
A primera vista, las cifras consultadas apuntan al no. Según el estudio «Money from Music – a study on musicians’ revenue in the U.S.» de Peter Dicola, abogado e investigador de la Northwestern University School of Law, publicado en enero de 2013 y que analiza las fuentes de ingresos de los músicos estadounidenses, las actuaciones en vivo y los conciertos componen la parte más importante de sus ganancias, ya que aportan un 28% de los ingresos totales. En comparación, la composición de temas y letras supone tan sólo un 6% de ingresos, dejando un 2% para la venta de merchandising. Una cifra que se antoja minúscula aplicada a según qué artistas, y que debe ser puesta en contexto: según Music Business Research, los datos corresponden a una encuesta realizada en 2011 entre 5013 músicos, de los cuales tan sólo un 32% pueden llamarse profesionales. Poco que ver con Morrissey y otras glorias mundiales; sobre todo, si hablamos de artistas-producto como One Direction o Justin Bieber.
Sin embargo, de la encuesta entre músicos, -que refleja la realidad del que no es una estrella y se gana la vida aporreando día a día su instrumento en sesiones de grabación, bandas tributo y otras actividades musicales tan dignas como invisibles-, sí se extrae la misma y principal conclusión, aplicable a ídolos de masas, grupos septuagenarios y bandas fieles a sí mismas y al capital: los sueldos y los beneficios salen de los conciertos. Ya no se venden discos. Así, el abogado especializado en el mundo del espectáculo y profesor de la London Metropolitan University Richard Salmon concluye en su artículo «Making Money from merchandising» (sep. 2009) en la web Performing Musician, entre otras cosas, que «hasta hace poco tiempo el negocio del merchandising se consideraba la parte más sórdida. Pero la promesa de un rápido despegue de negocio en un mercado joven con pasta para gastar y muy consciente de su imagen ha visto cómo el merchandising se ha convertido en una máquina de ganar dinero en estos tiempos turbulentos».
Si bien explica el citado Morrissey en su recientemente publicada autobiografía («Autobiography», Penguin Classics, 2013) que en tiempos de The Smiths nunca vieron un céntimo de lo recaudado con la venta de merchandising, -aunque él se ha puesto siempre todo lo que ha pillado con su nombre o efigie-, eso era en los 80, y las camisetas y los pósters sólo los encontrabas en tiendas de discos si eran modernas y se traían cosas de Londres. Hoy en día, la venta online directa del músico o su entorno al consumidor y la explosión del mercado de los festivales ha convertido la estrategia de merchandising en fundamental para cualquier campaña de marketing musical, según Salmon. Así, la venta de merchandising localizada en conciertos forma la combinación más lucrativa para bandas y artistas grandes y pequeños, sin distinción: mientras que hasta las estrellas más rutilantes obtienen como mucho 1 dólar por CD vendido, el porcentaje en las ventas de merchandising puede llegar al 50%, según Alycia de Mesa, consultora de identidad de marca y escritora, en su artículo «Ooops, I merchandized again», publicado en Brandchannel.com. Aunque, como puntualiza en el mismo artículo Matt Hautau, vicepresidente de Signatures Network, empresa especializada en merchandising, no por vender miles de CDs puede un artista o banda colocar también toda clase de artículos: hay que tener un «algo más» que le conecte con el fan-consumidor.
Morrissey, definitivamente, lo tiene. Sólo hay que darse una vuelta por la red para encontrar hasta una cuenta de Instagram en la que únicamente se publican fotos de gente luciendo una camiseta del artista o de The Smiths (@iwearthesmiths). Vende como un loco, así que no le afectará no haberse enterado de mi compra hecha con premeditación, nocturnidad y alevosía. Como cualquier otro delito.