Un chorrito de bótox, otro de vanidad, un pellizquito de morbo y cuarto y mitad de talento. Lo agitas en una coctelera refrescada previamente en el congelador de la pedantería –con ritmo, cadera va, cadera viene– y, cuando todos los ingredientes de este mejunje de jactancia patria han consumado la coyunda, sirves el potingue en una copa bien calentita, sobre el posavasos de un asfalto ardiente, horneado al fuego de una canícula precoz. Sin sentido, ¿no?
Así es nuestro cine. Typical spanish. Siempre a rebufo de esa madrastra perversa que ridiculiza al hijo latino adoptado frente al querubín nacido de su bajo vientre. Salvo honrosas (o no tanto) excepciones –o sea, Bardenes, Pes y Banderas de turno–, Hollywood castiga con la indolencia a los que vagan por los estudios en busca de ese sueño americano que les roba el ídem. Pero no importa: Hollywood es El Dorado del celuloide (ya quizá del MP4) y si hay que plagiar sus histriónicas y ególatras prácticas para promocionarnos a este lado del charco, nos lanzamos a esa sutil forma de sodomía con la mejor de las sonrisas (dientes, dientes, aunque nos joda) y con el convencimiento de que somos tan buenos, tan guapos y tan essttupendos como ellos. O sea, rebajándonos a la parodia mientras nos creemos que la caricatura es un Velázquez inédito.
Pero la comparación forzada desemboca irremisiblemente en el ridículo. Nuestro Hollywood Boulevard es Martín de los Heros, una callejuela estrecha y con el sabor cinéfilo de albergar dos –sí, dos– cines. De 2.000 estrellas hollywoodienses, nosotros pasamos a 25 –la crisis, hijo, la crisis–. De Lauren Bacall a Pe. de Humphrey Bogart a Alfredo Landa.
No digo yo que haya que avergonzarse del producto patrio –el Jamón Jamón siempre ganará por KO a la Mystic Pizza–, pero querer ser lo que no toca termina, más que como una historia a lo Almodóvar, como un sainete de provincias.