Un chorrito de bótox, otro de vanidad, un pellizquito de morbo y cuarto y mitad de talento. Lo agitas en una coctelera refrescada previamente en el congelador de la pedantería –con ritmo, cadera va, cadera viene– y, cuando todos los ingredientes de este mejunje de jactancia patria han consumado la coyunda, sirves el potingue en una copa bien calentita, sobre el posavasos de un asfalto ardiente, horneado al fuego de una canícula precoz. Sin sentido, ¿no?