Desde bien pequeño me ha gustado madrugar, sobre todo en otoño, cuando la luz es perezosa, e ir viendo cómo, poco a poco, las habitaciones de las casas de los demás van naciendo. Los primeros recuerdos que tengo acerca de mi admiración por el despertar de la mañana vienen de muy temprano. Siempre me levantaba antes de tiempo, iba a la cocina, y apoyaba la barbilla sobre las manos cruzadas, sentado con los pies sobre un taburete de pesada madera y asiento de cuero verde botella claveteado. Y esperaba mientras observaba todo.
El capítulo que iba de las siete de la mañana hasta las nueve, hora de entrada al colegio, no dejaba de ser una letanía: aseo, desayuno, besos, y dos aspectos importantes. Mi ropa del día -fui a un colegio público y no tenía que vestir uniforme- y algo breve que mamá me leería aquella mañana. Antes de haber aprendido a leer, abrieron cerca de casa un quiosco, una delicia diminuta con magníficos tesoros en forma de cuento , que se mostraban tras las vidrieras y que, una vez por semana, los sábados, yo elegía a dedo. Y así, de esta forma, tuve una colección inmensa de mini libritos ilustrados que solo sabía interpretar a través de sus dibujos. Con el paso del tiempo, cuando empecé a enlazar letras y a devorar con fruición toda lectura que caía en mis manos, se produjo una especie de punto y aparte cuando una mañana leí: “Había una vez una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre y cabellos como el azabache. Su nombre era Blancanieves.” Y pregunté, de inmediato, qué era el azabache.
Mi infancia transcurrió, sobre todo, entre libros y trabajos “extra”, como decían mis profesores. Me gustaba estudiar. Y ya, más talludito, cuando cumplí los trece años, descubrí la literatura y el cine de terror, un género que me apasiona pero que era muy mal visto en casa. Mi padre se preguntaba por qué no me gustaba más el monte o la playa, y mi madre insistía en que me relacionara más con “los otros niños del barrio”. Lo hacía rara vez al comenzar el otoño o cuando empezaba el buen tiempo, pero me resultaban bastante frustrantes juegos como el escondite o la cadeneta”. Yo prefería la compañía de lo que empezaban a ser “mis cosas”, un grupo de útiles que se hacía cada vez más generoso. Papeles, ceras, pinturas, lápices, carboncillos, pasteles, acuarelas… Conservo una foto de grupo, donde nos reunimos alumnos y profesores para despedirnos de esa primera etapa estudiantil, en la que mi profesora de Dibujo y Lengua, a la que el cáncer se llevó hace tres años, decía escuetamente algo que me marcó siempre:
”No descuides lo de Bellas Artes”.
La adolescencia y sus turbulencias hicieron que comenzara a preocuparme aún más por la ropa (las marcas…), por hacer una visita a la peluquería una vez al mes para tener mi corte perfecto, y que dejara de un lado las Matemáticas (mi asignatura favorita) y me inclinara por la Biología y las Ciencias Naturales, pero gracias a la gran Gloria Arriandiaga, mi amor por la ciencia echó raíces muy fuertes. Y como mi puntuación en las pruebas de Selectividad fue excelente y mi nota media era apabullante, me presenté -yo solo- con mi metro cuarenta (o por ahí, porque tardé en dar el estirón) en la Escuela de Ingenieros de Bilbao con mi matrícula debajo del brazo y en contra de todos quienes me rodeaban. Había hecho siempre de mi capa un sayo y esta vez no iba a ser menos. Mi padre quería que fuera abogado, mi madre que me relajara un poco con los estudios, y yo estaba encantado (vanidosamente encantado) de poder matricularme en la que, entonces, se suponía la carrera más difícil y tediosa. Pedían una media para el acceso de 8,7. Superé esa nota con creces.
Recuerdo unos años de Universidad desastrosos. Supe lo que era un suspenso, supe lo que era la envidia, aunque no me era en absoluto desconocida, pero no en tal grado, y mis apuntes se rifaban. Tardé mi tiempo en decidir si la ubicación en la que había decidido asentarme seis años -como mínimo- era la correcta. Mi gusto por las Bellas Artes, mi pasión por la moda y por cualquier disciplina artística me hacían dudar a diario, pero la relación de amor con la persona que hoy sigue soportando mis desvelos me ayudó a seguir y su apoyo fue decisivo para que continuase con lo que un día decidí empezar.
Luego, presenté mi proyecto y bla, bla, bla. Y quise ver mundo, saber lo que era una empresa, cómo funciona y, mientras trabajaba, comencé con mis masters, mis clases de idiomas y mis “cosas” varias. Esos otros retos que me apartaban del mundo real y me iban instruyendo sobre todo aquello por lo que sentía un profundo interés.
A veces pienso que he tenido suerte, otras que no tanta. Al fin y al cabo, dentro de dos años cumpliré cuarenta (¡oh, cielos!) y en ocasiones creo que no he encontrado mi hueco. Pero lo que es cierto es que siempre he hecho lo que he querido y que mi evolución personal me ha llevado por los senderos profesionales que, en cada momento, se adaptaban más a mis querencias.
El caso es que, desde hace poco más de media hora, estoy escribiendo porque mi blog, mi pequeño vástago, ha sido punto de mira de alguien a quien admiro profundamente por su inteligencia, un “Peligro con Patas” imparable y multitarea. El blog y yo hemos recibido muchas muestras de cariño, mucho apoyo, críticas siempre constructivas y, sobre todo, en su año y medio de vida, ha sido el medio perfecto para que personas con las que nunca hubiera tenido oportunidad de cruzar palabra, se hayan presentado en mi vida de la forma más amable, educada y reverente que jamás hubiera imaginado. Quién sabe si muchos de ellos eran ésos que encendían la luz, forzando a que la mañana despertara mientras yo, a oscuras, miraba por la ventana de la cocina como el día empezaba a amanecer.
Javier Ubieta | Disturbing Codes
Fotos: Javier Ubieta (amaneceres desde su ventana)
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El mes pasado, casi por casualidad, descubrí el blog «Disturbing Codes«, de Javier Ubieta. Tanto me gustó la sinceridad y el gusto con el que escribía, que me atreví a preguntarle no sólo si no le importaba que lo recomendara en nuestra sección «Blogs We Love«, sino que (en el colmo del descaro) le tenté con la idea de que escribiera lo que le apeteciera para ANTONIA. Es tan difícil encontrar quien escriba bien en este p… país, y como estoy empeñada en que las lectoras y los lectores de esta publicación descubran que hay una vida más allá de la estupidez de las revistas femeninas actuales, mando mi pudor a freir espárragos y me atrevo a captar a quien considero que tiene talento y sensibilidad. Mis antonias no merecen menos.
Gracias también a mi descaro, comenzamos una relación epistolar que está derivando en una más que bonita amistad. Y este es un regalo que no me esperaba, y del que estoy profundamente agradecida.
Mabi Barbas, la Jefa.