Cuando tenía siete años, hicieron una exposición de máscaras de carnaval en mi colegio. Cada una de las alumnas habíamos hecho una usando papel de periódico, cola y témperas. Las más originales habían espolvoreado purpurina sobre las suyas, otras habían añadido plumas de pájaros exóticos, trozos de espejo o cuentas de colores. Tenían narices rectas y facciones amables porque las modelos habían sido las madres, siempre dispuestas a colaborar en ese tipo de eventos. ¿Sabéis qué? Que yo fui mi propio modelo, tuve que embadurnarme la cara de la viscosa mezcla de papel y cola, hecha con agua y harina, porque no había podido comprar un bote de cola en condiciones, y esperar a que se secara. Obviamente, de todas las máscaras fue la peor. Lo más curioso es que para mí, era la más bonita. Una vez que estuvo colgada en la cristalera del segundo piso, entre las cientos de máscaras recargadas, coloridas y sonrientes, la mía destacaba por su extraña belleza. Al principio, la profesora había dudado en aceptarla. ¿Una máscara sin pintar, llena de grumos, con ese semblante triste y las cuencas de los ojos carentes de vida?
-Una máscara sirve para ocultar la pena, Ofelia. Y ésta haría llorar a las cebollas – me dijo la profesora-. La pondremos aquí. ¿te parece?
Asentí con la cabeza, resignándome a que mi máscara fuera relegada a un rincón en el que apenas se veía.
Un par de horas más tarde, cuando todo era jolgorio y algarabía en el patio repleto de niñas disfrazadas, yo sin disfraz ni ganas de fiesta, subí las escaleras del edificio de EGB con una misión clara en la mente. Recuperaría mi máscara, la quitaría de aquella exposición de máscaras alegres en la que nunca debería haber sido aceptada, y regresaría con ella bajo el brazo. Con un poco de suerte, mis padres no estarían peleando y podría ver los dibujos animados tranquilamente. Me puse de puntillas sobre el gran ventanal del que colgaban todas esas caras multicolores y burlonas. Me apoyé de tal forma que pude tocar mi máscara, la blanca, la que menos brillaba, la que no representaba el cálido rostro de una madre, con la punta de los dedos. Sin previo aviso, el cristal cedió y estalló en mil pedazos en el patio del recreo, llevándome con él detrás. Recuerdo gritos, la sirena de la ambulancia. Arañazos, dolor de costillas y muchos llantos. Pero sobre todo recuerdo las palabras de mi profesora, recriminándome mis actos, informándome de que por mi culpa se había suspendido el carnaval. Ninguna de las demás niñas me volvió a hablar en lo que quedó de curso, nadie quería a una mala persona como amiga, a una ladrona de máscaras, a una aguafiestas.
Y os preguntaréis que a qué viene todo esto si es que a estas alturas aún no habéis comprendido mi historia. Esa sensación, la de acabar con el carnaval, la de quitarle la diversión a los demás, me fue acompañando durante muchos años. Hiciera lo que hiciera, siempre era yo la que acababa rompiendo el cristal y siendo la culpable de las desgracias ajenas.
Aquella mañana, ante la puerta de la habitación de Henry, tuve una revelación. Las últimas semanas habían sido parte de un proceso, un proceso de liberación que estaba acabando y cuya culminación fue encontrar a mi jefe, al novio de mi madre, al adicto a las lámparas de rayos UVA y a las inyecciones de botox en pómulos y labios, a Henry, amordazado y atado a la cama. Desnudo, con el colgajo al aire, un colgajo de buen tamaño pero sin vello, blanco como un pollo del Pryca. Abrió los ojos como si a través de los ojos quisiera gritar, pedirme ayuda o que le tapara las partes pudendas. Pero yo, sonreí. No, queridas lectoras, yo no era la culpable de las desgracias ajenas. Yo no era la culpable de las palizas que recibía mi madre cuando yo no era más que una cría, ni de que el lince ibérico estuviese en peligro de extinción. Yo no era la culpable de la eyaculación precoz de Arturo ni del cáncer de su ex-novia. No era la culpable de los continuos desplantes que sufría por parte de mis compañeras de trabajo ni de la crisis ni de que España no gane Eurovisión desde el año sesenta y nueve. Sonreí.
-Henry- dije-. Tengo la ligera impresión de que deberías escucharme.
CAPÍTULO CUATRO: MISS OFELIA
Di vueltas alrededor del cuarto como un policía en pleno interrogatorio.
– ¡Pero hombre, no te quejes tanto! Ay, Henry… Noche de alegría, mañanita de lamentos… ¿No se dice así? Creo que mi madre siempre dice algo parecido, pero claro, ella siempre se inventa los refranes. A ver por dónde empiezo… Ah, sí. Entiendo que esta situación es muy incómoda para los dos. Para ti sobre todo, pero también para mí, y mucho, porque no te parecerá normal esto. ¿Qué ha pasado? Te trajiste al cowboy a la cama y montó su propio rodeo, ¿no?
Henry gimió dos o tres veces y dio varios tirones de las cuerdas que lo ataban al cabecero de la cama, pero éstas no cedieron.
– Tranquilo, que en cuanto me escuches te desato. No todos los días una tiene la oportunidad de que tu jefe se siente tranquilamente con una y la escuche. Últimamente me has tenido explotada, Henry. Yo creía que ser tu asistente personal sería otra cosa, pero me has tenido todo el día encerrada en la oficina con el trío Maravillas. No sabes lo mal que llevo el inglés. Creo que se están todo el día burlando de mí, pero como no las entiendo… Es de eso de lo que quería hablarte.
Henry movió la cabeza de arriba a abajo, como queriéndome decir que sí, que me escuchaba.
– Necesito un intérprete, Henry. Porque yo soy muy mala para los idiomas y no sé cómo voy a llegar a ser la responsable del departamento si no puedo comunicarme con mis subordinadas.
Los gemidos de Henry volvieron a resonar por toda la habitación, en esta ocasión acompañados de una pataleta.
– ¡No seas crío! ¡Escúchame! Es por el bien de todos, por el mío, por el de la empresa y por el tuyo. A partir de hoy mismo, he de ser la responsable del departamento, la jefa del Trío Maravillas. Si no mando sobre ellas, me van a provocar una depresión, voy a tener que volverme a España y contarle a mi madre todas las desgracias que me han ocurrido en Nueva York. ¡Todas! ¡Incluida la humillación tan grande que he pasado en el bar y la noche en el calabozo!
Henry paró de tirar de las cuerdas.
-Incluida la visión de su novio desnudo sobre la cama.
Me acerqué con parsimonia y sintiéndome la enfermera de «El paciente inglés», le quité las ataduras de las muñecas y la mordaza de la boca. Antes de poder decirme nada, se ahogó en un ataque de tos.
-No, no hables. Es lo mejor para ti en este momento. Date una ducha caliente, ponte ropa limpia y vayamos a la oficina. Imagino que tendrás que hacer mucho papeleo para que mi promoción esté lista para antes de la hora de la comida.
-¡Ofelia!- exclamó-. ¿Pero qué coño te pasa?
-Ah, y no te olvides del intérprete, por favor. El inglés no es para mí.
Cuando entré en la oficina y el Trío Maravillas hizo la ola y me cantó La Macarena, yo, simplemente, las fulminé con la mirada. Después, encendí mi ordenador y me puse a jugar al solitario y al buscaminas, los dos grandes aliados en los momentos en los que te gustaría acabar con tus compañeras de trabajo. Mientras jugaba, hacía una lista mental de todas las torturas a las que sometería a las tres rubias cantarinas. Soy mujer y multifuncional, puedo jugar a las cartas con una parte del cerebro y con la otra, desearle lo peor a mis enemigas. Poco después del mediodía, Henry entró en la oficina. Les dijo algo al trío y ellas, muy dispuestas, cogiendo sus agendas y sus Blackberrys, lo siguieron sin rechistar.
-Ofelia – añadió sin darme siquiera los buenos días.- Tenemos reunión en la sala grande. Vamos.
Me puse en pie como llevaba ensayando en mis fantasías desde que era una niña, ya fuera para recoger un Oscar, el Premio Nobel o para salir de entre el público como concursante en El Precio Justo.
Al entrar en la sala grande, se me acercó un chico, a ver cómo me explico para que me entendáis, imaginaros a Brad Pitt de joven, en «Thelma y Louise», por ejemplo. Ahora ponedle en vuestra imaginación un par de gafitas redondas, un traje gris y una corbata azul. ¿Ya? Bien, este chico se me acercó, y dándome la mano, se presentó.
-Debes ser Ofelia, ¿verdad? Mi nombre es Martin. Encantado. A partir de hoy, voy a ser tu intérprete.
Martin, así, sin acento en la «í» y con olor a colonia de hombre, de esas que hacen que la entrepierna me palpite. Sus manos eran suaves aunque fuertes. Quise que aquel apretón no acabara jamás.
-Vaya… No sabes la alegría que me das -dije en un nivel de estupefacción 8 sobre 10, teniendo en cuenta que el listón del nivel de estupefacción estaba bastante alto aquella mañana tras haberle visto el rabo a mi jefe.
-Bien, comencemos -dijo Henry. Soltó un par de frases en inglés y Martin, sonriendo, se acercó a mi oído y me susurró lo que quería decir. Pero yo ya lo sabía, porque Trinity se había llevado la mano a la boca, Mona había negado con la cabeza varias veces como si fuera un ventilador y Savannah, la más rubia, alta, delgada, guapa y malvada de las tres, sonreía enseñando sus perfectos y perlados dientes, pero era una de esas sonrisas que pretenden ocultar que los ojos están a punto de encharcarse en lágrimas.
-Hemos reestructurado el departamento y a partir de hoy, la encargada de supervisar, formar y asignar tareas, será Miss Ofelia -me susurró Martin. No sé si fue la buena noticia, su aroma o su voz, que me puse caliente como una perra. Lo miré a los ojos, y cogiéndole de la mano le di las gracias.
La reunión no duró demasiado. Henry, sin perder un ápice de seriedad, mostró unos gráficos y a mí me dio un poco igual, porque tenía la mente en otros menesteres. Después, Mona, que hacía honor a su nombre porque desde luego era muy mona (aunque muy tonta) se acercó a mí y me dio la enhorabuena. Perfecto, era la pelota del grupo, ya sabía con quien contar para hacer el trabajo sucio en el caso de que necesitara una mano negra. Trinity y Savannah ni siquiera me miraron, se limitaron a salir compungidas de la sala, intentando salvar lo poco de dignidad que les quedaba. Regresé a la oficina, escoltada por mi guapísimo ángel de la guarda, Martin.
– Bien Martin, comencemos. Vamos a poner unas normas en este departamento. Esta es una empresa seria, no un puticlub.
Martin me miró incrédulo.
– ¿Quieres que diga eso?
– Sí, sí, o algo parecido. Pero vamos, «puticlub» dilo, que quiero hacer énfasis en que no pueden venir vestidas como putas.
Nos acercamos al Trío Maravillas y Martin hizo su trabajo al dedillo.
– Ahora di que a partir de mañana, está prohibido venir a trabajar con maquillaje en la cara y con minifalda. De hecho, en la medida de lo posible han de venir con pantalones. Y que se olviden de los escotes. Aquí las únicas tetas que tienen derecho a lucirse son las mías- reí-. Eso no lo digas Martin, lo de mis tetas digo. Di sólo que están prohibidos los escotes.
Los gritos de asombro son iguales en inglés que en español, así que la respuesta de mis subordinadas no necesitaron traducción.
– Y ahora, Martin, vamos a comer. ¿Conoces algún restaurante caro? Paga la empresa.
La Topacio había tenido razón en todo. Haz un chantaje y recibe a cambio poder, humilla a tus compañeras de trabajo y recibe a cambio una romántica comida con un americano de ojos azules y sonrisa seductora. ¿Quién se inventaría ese rollo del karma y de que la negatividad sólo atrae negatividad?
– Martin, deberías ser modelo o actor. ¡Eres tan guapo!
– Muchas gracias, Miss Ofelia. Pero no es para tanto, como yo hay millones en esta ciudad.
– Entonces estoy de suerte, he venido a parar a la mejor ciudad del mundo.
– ¿Qué planes tiene, Miss Ofelia? ¿Conoce la ciudad?
– No mucho, trabajo demasiado. ¿Me la enseñarías?
– Por supuesto, si aún no ha tenido la oportunidad de verla, será para mí un honor ser el que se la muestre.
– Ay, Martin. Me estás poniendo cachonda.
– ¿Cómo dice, Miss Ofelia?
– Que sí, Martin, que quiero que seas el que me la enseñe.
Tres copas de vino después, estaba en su piso con las bragas bajadas. Nunca me habían comido el coño tan bien. Desde luego, lo suyo era la lengua, por algo era intérprete.
– ¡Miss Ofelia!- gritaba una y otra vez. Y después decía cosas en inglés, que espero que fueran o muy guarras o muy románticas, porque yo soy una chica de extremos y me encanta que mientras me follan me digan o que mis tetas son la leche o que me quieren y quieren pasar toda la vida junto a mí.
¡Mi primer polvo en Nueva York y había sido de película! Salí del apartamento de Martin como si bajo mis pies no hubiese una acera, sino una alfombra roja. Qué bien se siente una cuando llega al orgasmo varias veces en la misma tarde, cuando descubre que hay vida más allá del nefasto sexo que siempre te ha dado tu ex-novio.
En cuanto subí en el taxi, me llegó un sms de mi insaciable amante: NOS VEMOS MAÑANA EN LA OFICINA, MISS OFELIA. MUCHOS BESOS.
Sonreí, lo tenía en el bote. Segundo después, sonó el móvil. Vaya, esperaba que no se obsesionara conmigo. Tampoco es que quisiera un novio pegajoso en aquel momento. Pero no, no era él. Para mi sorpresa era Denis, el policía.
-¿Ofelia? ¿Qué tal estás? ¿Cómo has pasado el día?
-La verdad es que bastante ocupada, me han ascendido en el trabajo.
-Ya, ya me ha comentado Savannah. ¡Qué casualidad que seas la jefa de mi novia! Por supuesto no le he contado nada de lo de anoche, no te preocupes. Lamento muchísimo el error. Es normal que sin conocer la ciudad acabaras metiéndote en un bar de esos… Hay demasiados en Nueva York. ¡Le puede pasar a cualquiera!
-¿Savannah? ¿Es Savannah tu novia? ¡Vaya! ¡Espero que te haya hablado bien de mí!
-Bueno, ya sabes cómo es… Bastante orgullosa… Pero te la ganarás, ya verás. Con lo simpática que eres seguro que la tienes en el bote dentro de nada.
Bien, quitarle el maquillaje a aquella rubia tan guapa me había dado cierta satisfacción. Quitarle la ropa sexy también había ayudado. Y verla con los ojos llorosos. Pero quitarle el novio, no sería una satisfacción. Sería la terapia definitiva, el adiós definitivo a la Ofelia perdedora.
-¿Te gustaría que cenáramos juntos, Denis? Salgo de una reunión de trabajo bastante cansada, pero me paso por el hotel, me doy una ducha y salgo. Quiero darte las gracias por lo bien que te portaste conmigo, en serio. Me salvaste de acabar protagonizar «El expreso de medianoche 2»
-Por lo que veo, eres cinéfila además de graciosa. Hecho, ¿conoces un bar que se llama «The saggy Sausage»? Quedamos allí a las ocho.
-Quita, quita, que bastante Coyote Dax tuve ya anoche. Prefiero el «Aqua», he comido hoy al mediodía y es un lugar estupendo. Muy caro, pero estupendo. No te preocupes, que paga mi empresa.
Cuando llegué al hotel, Henry me estaba esperando en la puerta de mi habitación.
– Ofelia, perdóname. No debería haberte hecho pasar por todo esto. Acepta mis disculpas, por favor.
– No pasa nada, Henry. Eso sí, no estoy dispuesta a sufrir más, ¿lo entiendes? Estoy en una ciudad sin mi madre, tras haber roto con Arturo, sin conocer el idioma… Deberías haber tenido en cuenta mi situación antes de dejarme tan sola durante quince días…
– Espero compensarlo, pequeña. Venga, te invito a comer.
– No te preocupes, he quedado. Anda, sal con tu cowboy o con quien quieras. Mientras cuides bien de mi madre y la sigas tratando como una Reina, no me importa que te lo pases bien yendo de rodeo de vez en cuando…
El labio superior de Henry, que había perdido la movilidad hacía cinco años debido al exceso de botox, tembló ligeramente.
– Ah, y gracias por el intérprete. No me ha dado tiempo a decírtelo, pero es estupendo.
– No hay de qué, Miss Ofelia.
Comenzaba una nueva era con respecto a la relación que había entre Henry y yo. A pesar del pequeño chantaje al que yo lo sometía, era evidente que nuestra comunicación había mejorado y que contaba con su apoyo incondicional en mi inminente escalada. Me sentía como King Kong, subiendo y subiendo y subiendo por el Empire State para comerme Nueva York. ¿Qué vendría después de acabar con la moral del Trío Maravillas y de provocar que renunciaran a sus puestos de trabajo? ¿Otro ascenso? ¿Casarme con un millonario y dejar de trabajar? ¿Tener mi propio reality show en televisión? Tendría que planear mis pasos maquiavélicamente ahora que por fin, había conseguido ser yo la que tomara las riendas de lo que me pasaba o me dejaba de pasar. O al menos eso creía…
– Por cierto, me alegro muchísimo de que te lleves bien con Martin. Sabía que te gustaría. Al fin y al cabo ha heredado el encanto de los Smith.
-¿ CÓMO?
– Claro, ¿no lo sabías, Ofelia? MARTIN ES MI HIJO.
¡Tres orgamos seguidos provocados por el hijo del novio bisexual de mi madre! Eso suena sórdido, ¿no, chicas? ¡Casi incestuoso! ¿Debería seguir quedando con él o por el contrario, centrarme en romper la relación de Savannah y Denis?
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¿Cómo continuará la historia?
A. ¡Ánimo, Ofelia! ¡Tú puedes con todo! ¡Sigue con Martin y con Denis, a dos bandas!
B. No se te ocurra tirarte a Denis, sé feliz con Martin, no pasa nada porque sea tu hermanastro.
C. Pasa de Martin, donde tengas la olla no metas la polla (aunque no tengas polla)
D. ¿Con lo de hombres que hay en Nueva York y te vas a centrar en dos? ¡Atrápalos a todos, como a los Pokemon!
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