El principio de superioridad intelectual

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Estoy rodeada de gente muy lista. He intentado seguir la recomendación de mi santa madre de juntarme con gente más lista que yo a ver si algo se me pegaba.

También tengo amigos más limitados intelectualmente, y otros que, sin ser estrictamente inteligentes, son espabilados y creativos.

En todos los bandos, sin excepción, tengo amigos gilipollas. No todo el rato y no usualmente conmigo, pero los tengo, como todo el mundo. O, como diría M, «porque es un derecho existencial, tener un novio y/o amigo gilipollas». Con toda seguridad yo seré la gilipollas del día para alguien en algún momento.

Hay muchas maneras de ser gilipollas: mirando solo el propio ombligo, siendo tan mordaz y tan sagaz todo el tiempo que aburres, reclamando atención a horas en que no puedes o no quieres atenderles, entrando en barrena en modo plañidera… Se les pone en [PAUSE] y ya.

Son simples picos de tontería. Es raro encontrarte a un gilipollas que lo sea las 24 horas del día (y si lo hay, obviamente no sería mi amigo).

Pero hay un tipo de gilipollez, sutil, mansa, como un dolor sordo, una pequeña molestia que no cesa, que me encuentro de un tiempo a estar parte en algunos de los que tengo por amigos. Es la creencia absoluta de la superioridad intelectual. Los de «lo que yo digo es lo correcto», «mis amigos son genios», «lo que hace este es una mierda indigna de habitar en los mismos pagos que lo mío». Los que a veces te dan la sensación de que te toleran como si fueras una mascota, un animalillo divertido nada más.

Me fascina este comportamiento, porque lo observo escondida dentro de mi disfraz de mascota, y me da mucha risa. Y me la da porque la gente olvida muy pronto sus comienzos, su pasado, lo que ha hecho y por qué lo ha hecho. Se olvidan de haber sido camareros antes que jefes de sala. Que juzgan a los demás sin conocer la historia completa (traicionando los principios básicos del periodismo: recabar y contrastar toda la información que se pueda), el cómo y por qué se ha hecho algo de una determinada manera, y si puede que en algún momento «alguien» haya despiezado tu trabajo, convirtiéndolo en una mierda, jocosa y absurda, pero que sube las visitas. Ay, la superioridad, sujeta por el ego, tan frágil.

Me gusta mi disfraz de mascota (llámale mascota, llámale rubia), porque aprendo más de la naturaleza humana que si dejara escapar todo lo que pasa por mi cabeza, si dijera en voz alta «¿sabes ese amigo tan guay que tienes? es un maleducado, tú le quieres y admiras, pero es idiota perdido».

Que me llaman hater a veces (bueno, bastante a menudo), y si de verdad, pero de verdad de la buena, ejerciera de hater, ardía Roma. Y hace demasiado calor…

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1 Comment

  1. Gemma says:

    Fijate que siempre me siento mascota, que mira, escucha y calla.
    Me encanta como escribes jefa, siempre directa y al grano y sin panos calientes

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