Cada agencia de publicidad, cada departamento de marketing, cada grupo editorial debería tener un equipo que investigara el engagement real de todos los autodenominados influencers (esos que hace 7 u 8 años eran solo «egobloggers»; al parecer han ascendido en el escalafón de anglicismos).
Este artículo del canal PRNOTICIAS no ha hecho más que poner en palabras lo que todos los que trabajamos en medios sabemos desde hace muchos años: lo de los influencers es el timo de la estampita, la burbuja de los cupcakes, los cursos de personal shopper, y los fotógrafos de «es-triste-estail», todo junto.
Se preguntan en el artículo si las marcas saben que les están timando. No creo que sean tontos. Si acaso, desesperados por subirse a un tren que no saben dónde va, quién conduce o cuál es el combustible que lo hace funcionar.
En el medio editorial «sufrimos» la imposición por parte de las marcas para dar visibilidad o realizar editoriales de moda con estos elementos. Y es muy difícil.
Es difícil porque el 99% de las veces la lían, son impuntuales, nada profesionales, protestan por todo y, si tienen muchos seguidores, tratan al equipo como si fueran Naomi Campbell.
Por no decir que encontrar la singularidad en alguno de ellos es trabajo inútil: todos se tatúan, maquillan, comen y visten igual.
Considero influencer a alguien que tiene algo diferente que decir, que tiene un discurso propio (da igual si verdadero o no), que es capaz de transmitir la emoción o la diversión de una experiencia.
Lo primero que debe tener un influencer es educación, no solo para poder hablar (o escuchar) sin provocar la vergüenza ajena, sino para algo tan básico como saber comportarse en público. De sobras es conocida la historia de esa lovely blogger que en uno de los mejores restaurantes de París, al que acudió invitada por una marca, al mirar la carta dijo en voz alta que qué asco todo que le trajeran una hamburguesa con patatas…
Moneda común es también que una vez en el destino (siempre por invitación de la marca) se nieguen a hacerse fotos para la promoción, por lo que la agencia se encuentra con una influencer (o varias, que suelen llevarlas en grupo, para que no sufran) inoperativa, que les ha salido a cojón de pato, entre avión, hotel, comidas, etc.
Y aquí es donde falla el segundo requisito: respeto. Alguien con esta actitud le falta al respeto a la marca que la ha elegido y a la agencia que ha organizado todo para que su experiencia sea lo mejor posible. De niñatos endiosados y desagradecidos está repleto el panorama.
Estamos hablando de niñas y niños desubicados, que hasta hace un año no habían pasado de la capital de su provincia, que no tienen un mínimo interés por saber cómo es el mundo en el que se quieren mover, que decoran su casa a golpe de hashtag, y que lo mismo te dicen que qué maravilla afeitarse las piernas con X que qué genial los bolsos de C… que venden en Wallapop.
Algo así como un presentador de televisión, pero si haber aprendido a hablar en público, que alguno parece que canta por Shakira en vez de hablar.
Para rematar la desgracia de los que trabajamos en medios, desde la dirección de las editoriales nos conminan para que contratemos a «periodistas influencers», que es un oxímoron en sí mismo. Y así nos encontramos con petardos a los que hay que reescribirle los temas, porque parecen escritos por un niño de nueve años, en los que abundan los «yo hice, yo vi, me puse la chaqueta que compré en tal sitio», porque son incapaces de relatar nada sin ser el personaje principal de la historia… como si al lector le importara un carajo por qué o quién le manchó la chaqueta o dónde la mandó limpiar. Y así trasladamos la teletienda de la televisión a Instagram y de Instagram al papel, viviendo en un anuncio constante. Como el principio de Blade Runner, pero en chustero.