Me di cuenta que era feminista cuando pensé en lo mal que estaba creer en la igualdad de hombres y mujeres.
Fue en ese momento, cuando pensé que por qué había que defender una igualdad que por defecto debería existir, el momento en que entendí lo que verdaderamente significa ser feminista. No me voy a andar con alegatos ni frases cátedra, cuando a estas alturas se supone que todo el mundo debe entender lo que es, ni voy a utilizar este vehículo como proclama de lo mal que está todo, de la herencia envenenada que nos dejan siglos de patriarcado, para analizar los estereotipos de género que nos acompañan a diario ni para cuestionar si los medios de comunicación o la sociedad está preparada o no para aceptar la realidad, porque hay tantas cosas de las que se deberían hablar para poder entender un tema tan complejo como éste, que me resultaría imposible abarcar todos y cada uno de sus aspectos. Para todo lo anterior ya están otros, que seguramente lo harán mejor que yo.
Sé que soy una privilegiada. Una afortunada por la era en la que me ha tocado vivir. Y con mi condición de mujer feminista, con mis gafas moradas puestas, pienso no que vamos para atrás, pero si que hemos llegado a un tope que difícilmente va a ser superado. No me malentedáis: no es que piense que no haya más por lo que luchar porque es todo lo contrario, queda muchísimo camino por recorrer. Lo que creo es que las generaciones que vienen parecen querernos decir que antes de eliminar comportamientos tenemos que cambiar cosas más básicas.
Os cuento lo que me pasó hace unos días. Mi sobrina, que tiene siete años, en una conversación de igualdad de género va y me dice sin vacilar que ella nunca iría a un aseo unisex ni en el colegio ni en ningún sitio. Y yo le pregunto que cómo es eso, eso que me da una patada en el estómago saliendo de quien sale, mi ángel. Eso que me suena a discriminación y que automáticamente me hace querer quitarle la custodia a sus padres. Y le digo que cómo puede decir eso, que eso no puede ser, que está mal pensarlo, y que debería fijarse que en casa usa el mismo baño que su papá y el mismo baño que usará su hermanito cuando deje se llevar pañales. <Tita Bea, pero eso es mi casa, no el cole. En el cole los niños son muy guarros y sacan la churra para hacer pipí y yo luego me tengo que sentar>, me espeta. <Claro, E., es que un niño hace pipí por su churrita y la tiene que sacar para poder hacerlo. Tu padre también hace pipí por su churra y lo hace de la forma más natural (y en el preciso momento en que la imagen de mi cuñado sacándose su pene -¿lo he dicho bien?- para hacer sus necesidades cruza por mi mente ya me estoy arrepintiendo de haberle puesto ese ejemplo) y eso no significa que sea algo malo, cariño.> Y ella de pronto me responde un lacónico <se ve que no has estado en mi cole nunca>, que me deja sin armas ni argumentos para responderle. Porque con mi diatriba de adulta preparada, pensada y totalmente argumentada para decirle que no, que debe ser más tolerante y que la igualdad implicaría que no hubiera distinción entre baños de chicas y baños de chicos y bla bla bla, y comparándolo con aquella época en la que hubo aseos para blancos y aseos para negros y lo que aquello significó, todas esas palabras ya a punto de salir de mi boca, se desvanecen con el suspiro que le lanzo mientras me lo pienso mejor y me digo a mi misma, con lo guarras que somos las mujeres, qué curioso que se fije en ellos. Miro hacia arriba y con ese suspiro cansado le digo <¿terrminamos el puzzle que dejamos a medias antes?>, y como si nada, la vida sigue.
Pero yo me quedo dándole vueltas a lo de los aseos de este pais. Porque si de algo estoy segura es de la experiencia tan desagradable que puede llegar a ser el ir a un baño público de mujeres. Y sí, es cierto que en muchos lugares los baños públicos son comunes y en muchas empresas no hay distinción de género para ir al W.C.
Aunque nada de eso importa ya, porque en lo que realmente me dejó pensando esa niña de siete años fue en que nada me apetece menos que salir hoy de bares y tener que ir un aseo público. Ni de chicos ni de chicas. Y menos de chicas, si os digo la verdad. Mi sobrina tenía razón con lo de que no es lo mismo; porque hasta que en las casas no se cambien ciertas cosas, algunas otras nunca serán lo mismo.
¿Me entendéis ahora lo de la prioridad en los estereotipos? Lleves gafas moradas o no, es que no importa. Lo de la falta de educación social sí que tenemos que hacérnoslo mirar.
B.
Crédito foto: Auntie P via Foter.com / CC BY-NC-SA