La luz de los faros de un coche a lo lejos se proyectan sobre el techo de la estancia primero y después sobre las paredes. El ruido del motor se hace cada vez más cercano. Algo está a punto de pasar, se oye el seco golpe de la puerta del vehículo al cerrarse, la expectación aumenta a medida que unos pasos se aproximan. Los pasos se detienen justo detrás de la puerta y el pomo gira poco a poco con un inaudible rechinar de los muelles del mecanismo. La puerta se abre y ¡voilá! aparece algo; algo que no se acaba de definir porque nosotros yacemos ya dormidos en la cama, ausentes, metidos en nuestro mundo y nuestras fantasías, sin ningún tipo de interés en quién demonios es ese personaje que acaba de abrir la puerta de nuestra estancia. Ese que yace en la cama soy yo mismo, y el personaje que abre la puerta cualquiera que ustedes quieran de los participantes en eso tan hipster hoy en día y tan emocionante (‘?¿) espectáculo que se ha venido en llamar alfombra roja.
Llevo unos días intentando escribir esta crónica sobre la alfombra roja de los Globos de Oro, antesala de los Oscar y demás manidos tópicos periodísticos. No sé muy bien qué decirles, qué interesante y original enfoque darle a mi artículo, dónde encontrar una idea que les maraville, que les mantenga pegados a mis letras; admito que no la encuentro. Ya saben ustedes todo lo que hay que saber sobre estos actos, un grupo de empresas detrás de sus víctimas, de sus altavoces, de sus faros que proyecten esa luz que haga que crezcan sus ventas de perfumes y pintalabios. Esos faros sin luces. La caverna de Platón sin sombras ni luces, ni nada de nada, una nada absoluta. Un espectáculo este en el que las reglas y los códigos son definidos de antemano, como si de un guión se tratase tramado por férreos intereses comerciales de las compañías de moda con la complicidad de la industria del cine. Una excusa, un mero divertimento para que Maricarmen de Guadalajara vaya a comprar su perfume de Dior. Un juego sucio con el subconsciente de todos nosotros que nos dejamos llevar por un truco tan antiguo como las historias de reyes y princesas, como las portadas de papel couché y las alfombras roja roídas por tacones de caros caprichos de suela roja. Alfombra roja, como las suelas, como los labios y como las paredes del estómago, un rojo intenso, rojo a vísceras, rojo de sangre, rojo metálico de puñales manchados en sangre, de botes de brillo de uñas hecho con la sangre de todos nosotros que como masa enfurecida yacemos dormidos en la caverna, en esa caverna en la que ya no hay sombras porque tampoco hay luz alguna.
<
La alfombra roja es una extensión del desayuno después del baile de graduación, cuando la acidez de la noche anterior, apenas mitigada por la efervescencia de un Alka Seltzer, nos hace decir sandeces sobre la más guapa de la fiesta y el horror de la más fea. Un ranking de bellezas y de ropa que nos permite soñar por un momento en que formamos parte de ese universo que es sólo una sombra y en el que nunca vamos a ser faros, una mera sobra.
Crónicas de moda en batín roído.
por Alfred Besora