La semana que viene se estrena una de esas películas que se pueden definir con la frase «que mal rollo», La Bruja.
La Bruja transcurre en la Nueva Inglaterra del siglo XVII. Época de profundas y peligrosas creencias religiosas. En las que para los fanáticos todo era blanco o negro y se mataba en nombre de Dios. Vamos, como ahora mismo.
Desde el primer momento, la película está envuelta en un clima enrarecido. La familia puritana expulsada del pueblo por no comulgar exactamente con las reglas de la comunidad, la soberbia del padre de familia que lo impulsa a continuar con su mujer y sus cinco hijos alejado de la civilización, al borde de un bosque, en una pequeña casa.
Todos elementos de cuento de hadas. Pero un cuento de hadas macabro, como los que contaban los hermanos Grimm antes de ser pasados por la trituradora de lo políticamente correcto, que tanto daño hace a la narrativa.
El peso de la historia cae principalmente en los dos hermanos mayores, Caleb y Thomasin, y me quito el sombrero ante los excelentes actores jóvenes Harvey Scrimshaw y Anya Taylor-Joy, simplemente increíbles. Caleb se enfrenta a ser el próximo hombre de la casa, teniendo que estar a la altura de lo que su padre espera de él, y sintiendo de forma casi inocente las tentaciones de la carne hacia la única mujer que conoce, su propia hermana. Thomasin, la mayor, atraviesa su adolescencia en la época en la que se pasaba de niña a mujer sin miramientos, cuidando a su hermano bebé y ayudando a su madre en todas las duras labores de la casa. Con un espíritu inquieto y una rebeldía aprisionada y contenida por la religión. Demasiado alejada de la realidad y demasiado cerca de los peligros del bosque.
El bosque, como símbolo de lo mágico y lo prohibido está presente en casi todos los cuentos. Por algo no deja de fascinar a los narradores. Se me ocurren muchísimas películas en las que «el bosque» cumple un papel similar. Desde ejemplos cercanos al cuento de hadas como Into the woods, La aldea o En compañía de lobos, a películas como Cuenta conmigo, E.T. o Anticristo. Ni hablar de las muchas típicas películas de terror con bosques como Evil dead, The Blair Witch project o la saga Martes 13.
Entrar en el bosque es arriesgarte a salir transformado, si es que sales. Es la representación física de los ritos iniciáticos, y también el escondite del mal. En el caso de esta película en particular, es la morada de la bruja. Un ser maligno que es totalmente tangible y que se ensaña con la familia en cuanto la tiene a su alcance.
No quiero desvelar el argumento, porque como suele pasar en las películas de terror, se disfrutan más sin saber cosas, dejando que nos sorprendan. Y esta sorprende. Mucho.
Algo que me gustó de La Bruja es que, a diferencia de muchas películas de terror de los últimos tiempos, no se regodea en el sobresalto. No abundan esos momentos de lo que podríamos llamar película de miedo adolescente, en la que te asustan, para que puedas gritar a gusto y después reírte de tu propio miedo, dejándote respirar. La Bruja te va envolviendo en una historia macabra, que en ningún momento da ganas de reír. Todo es muy real, muy doloroso y, a medida que la historia avanza, irremediable.
Casualmente, unos días antes de ver esta película, leí nuevamente una de mis obras de teatro favoritas, Las brujas de Salem. Las conexiones son inevitables, es la misma época, el mismo fanatismo religioso, las mismas condiciones duras de vida. De hecho, ambas historias están inspiradas o directamente basadas en casos reales de la época.
Arthur Miller utiliza su narración de forma magistral, para hablar de las miserias humanas y de cómo la sociedad se vale de la superstición y el fanatismo para estigmatizar y vengarse de la gente que interfiere en el camino de otros (por simplificar esta maravillosa y compleja obra maestra). Por otro lado, Robert Eggers, guionista y director de La Bruja, parte de la misma visión acotada de la vida para llevarnos, poco a poco, a una situación en la que esas supersticiones se hacen reales, en la que esos miedos tan ancestrales tienen una razón de ser. No por eso deja de ser crítico, al hacernos partícipes de un mundo que juzga demasiado rápido y que estigmatiza con una sola palabra: bruja.
Siempre destaco la experiencia que tiene que suponer ir al cine, entrar y salir transformado, como entrar a ese bosque. Sabemos que entre esos árboles, en esa húmeda oscuridad, confundiéndonos con sonidos que no identificamos, ahí en lo profundo del bosque es dónde está eso que no conocemos, que da miedo, que puede hacer daño. Pero, quizás por eso mismo, ¿cómo resistirse a entrar?
Inés González.