Elogio de la mamarracha

De vez en cuando, en el momento menos pensado, la mamarracha aparece.

«Mamarracha», dicen bajito las musas del Social Media, que arrugan la nariz y dan otro sorbito –pequeño, que se sube– a su cóctel de nombre impronunciable. Quizás lo comenten por whatsapp con alguna de sus mejores amigas, perdida en el otro extremo de la sala, buscando quizás otra nueva mejor amiga, y ella le conteste con una carita de sorpresa o con un “no sé qué pretende”. Acto seguido, se dan la vuelta y regresan a su Instagram.

Ah, su instagram.

Allí, ellas son las reinas, ellas deciden quién entra y quien sale, y el resultado es un timeline lleno de armonía. Allí, las fotos están convenientemente filtradas, y sus amigas llevan la misma ropa que ellas, o la misma ropa que ellas llevarán, o la misma ropa que ellas podrían llevar pero no llevan porque les gusta ser originales, únicas, atrevidas, y también porque ya tienen algo muy parecido en su armario. Es su mundo. Mientras tanto, la mamarracha permanece ajena, extraterrestre, esquivando las interferencias con paciencia estoica. Mantiene la pose –su look no es fácil de llevar, y requiere convicción–, bebe más de la cuenta y algo en su fuero interno le dice que, aunque la critiquen, ella sabe muy bien lo que hace.

¿Cuándo nos volvimos así de conservadores?

Porque, a pesar de su enorme explosión –popular, mediática, comercial, económica–, a veces nos asalta la idea de que hubo un tiempo en que la moda era, en cierto sentido, más anárquica, más propensa a las salidas de tono, a los gestos rotundos. Un tiempo en que éramos menos rancios. Hoy, cuando las alfombras rojas están llenas de princesitas vestidas de señoras de boda –y viceversa–, cuando muchos de los comentarios estilísticos –“muy correcta, un vestido exquisito, un corte magistral, menos es más”– podrían estar calcados de los ecos de sociedad de una revista cualquiera de la posguerra, cuesta creer que hubo un día en que las cosas eran distintas. Cuesta creer, por ejemplo, que Cher se atreviera a recoger un Oscar en bragas, con un vestido transparente lleno de pedrería y una especie de chal kilométrico acabado en sendas borlas de pasamanería. O que Boy George se pusiera encima toda la habitación de los disfraces de una guardería de Manchester para el video de Karma Chameleon. Si intentamos describirlo, no nos salen las palabras. Si intentamos analizar cada una de sus prendas, tampoco.

boy-george

Y eso dice mucho de la moda de nuestro tiempo. El narrador de la última novela de Sergio Chejfec (La experiencia dramática, Editorial Candaya) cuenta que, desde que existe Google Maps, parece como si sus recorridos por la ciudad fueran reflejos de los recorridos virtuales sobre el mapa. Como si la realidad fuera menos real que su equivalente en internet. A veces, con la moda, tengo la impresión de que sucede lo mismo. Los looks de las celebrities se desmigan, se reducen a átomos y se identifican en tiendas online. Sabemos lo que llevan, cuánto cuesta, dónde se vende, y si nosotros podríamos comprarlo. En un sentido, es una forma de democratizar la moda, por supuesto. Pero también una estrategia para limitar todo lo que no es estrictamente comercial, inmediato, disponible. Lo que no es reconocible no se fotografía y, si se fotografía, pasa desapercibido porque ninguna agencia de comunicación se apresura a archivarlo como un impacto de su cliente. En última instancia, no existe.

En el fondo, puede que esta extraordinaria bajada de listón de la moda no sea más que el reflejo de un sistema en el que las marcas han dejado de centrarse en la ropa para centrarse en los complementos, objetos combinables, neutros y discretos que reflejan, en cierto modo, a un público cuyos modelos aspiracionales, cada vez más, se ubican en el mundo del lujo y en la corrección aristocrática.

La mamarracha, frente a esto, representa la anarquía. La mamarracha puede ser una celebrity con demasiadas curvas que, en lugar de optar por un minimalismo que la haga pasar por elegante, se ponga demasiados estampados demasiado juntos al mismo tiempo. Puede ser una artista intelectual que hace pasar su look como una declaración de intenciones, como pidiendo indulgencia. Puede ser una estrella adolescente demasiado sexy, demasiado estridente o demasiado impresionada después de una temporada en Shibuya. Las críticas, invariablemente, preferirán a la estrella discreta que combina bien un vestido que podría ser de Mango con unos zapatos que podrían ser de Zara, del mismo modo que hay gente que va al Reina Sofía y desprecian una escultura de Espaliú o de Richard Serra porque piensan que no les cabría en el recibidor.

Las criticamos, pero es así como la mamarracha se convierte en la némesis del personal shopper, en el bufón de la corte de quien todos se ríen, pero que da el puñetazo en la mesa necesario para que la moda cambie y, poco a poco –la mamarracha lo hace de una vez, y sin vaselina– lo vayamos asimilando. A veces se equivoca, pero su espíritu es el mismo que animaba una época de la moda en que las series de televisión no tenían créditos de moda –eso fue antes del fashionismo a ultranza de Sexo en Nueva York– y en que era posible subirse a un escenario con un look excéntrico e improvisado que, de repente, cobraba sentido.

La mamarracha puede ser incorrecta, pero nos recuerda que hay vida más allá del shopstyle, y que, más allá de Carlota Casiraghi, de Olivia Palermo y del autostyling patrocinado, brilla el sol. Y brilla de cojones.

Por Carlos Primo